viernes, 29 de febrero de 2008

Generaciones huérfanas


Manuel emigró a Cuba porque no quería trabajar en la mina. Dejó a su mujer, Carmen, y a sus hijos en Asturias, con la promesa de trabajar duro y regresar lo antes posible, con dinero. Nada sabemos de cómo le fue en la tierra prometida ni de las penurias que ambos pasarían por separado, Manuel y Carmen, cada uno a un lado del mar. Lo que sabemos es que ella enfermó y él recibió una carta. Una carta en la que se le comunicaba que su mujer estaba grave, que incluso podría morir, dejando a los hijos desamparados. Lo que sabemos es que Manuel se embarcó de vuelta a España con sus ahorros y que nunca llegó. Su vida y la de tantos otros llegó al final bajo las aguas. Pocos meses después, Carmen falleció también. Los hijos se desperdigaron. Unos terminaron en el hospicio, otros sirviendo en casas ajenas, buscándose el pan. A las dos pequeñas se las quedó el cura. Tampoco sabemos qué fue de todos ellos, aunque sí conocemos el destino de Leonides, una de las niñas que fue llevada a la inclusa, que limpió toda su vida y crió a los hijos de otros, que nunca se casó y que murió en un asilo recordando a todos aquellos chiquillos que no eran suyos.

Silvino trabajó en la mina, en aquel infierno del que su padre huyó. Se casó con Amparo y tuvieron cinco hijos. La pequeña, a la que pusieron el nombre de su madre, acababa de nacer cuando su padre, de poco más de cuarenta años, murió en el María Luisa. Y, como en un mal presagio, como en una maldición, la historia se repitió. Amparo, la viuda, enfermó de neumonía. Y entonces intervino un médico. Mi clan, la gente de mi sangre, parece condenada a tener problemas con los galenos. Ya conocéis la historia de Rafa, el que perdió las dos piernas, y conoceréis la historia de Amparo, la de Armanda, la de Asunción, la de mi abuelo Samuel. Los míos, de un lado y del otro, han padecido una y mil veces los golpes de la mala suerte en cuanto los médicos entraban a formar parte de sus vidas. Lo iréis descubriendo en muchas de sus historias. En esta ocasión, el diagnóstico estaba claro, y también lo estuvo el tratamiento. Nada de agua. El agua resultaba fatal para los pulmones. Nadie, bajo ningún concepto, debía darle agua a la enferma. En aquellos tiempos el servilismo y la sumisión eran totales. Ningún campesino, ninguna ama de casa, ningún minero analfabeto iba a cuestionar la decisión de un señor con carrera, maletín de cuero y bata blanca. Así fue como Amparo murió de sed, rabiando, padeciendo un auténtico tormento, destrozada y clamando que por Dios le dieran de beber o le pegaran un tiro. La enterraron tres meses después que a su marido.

Los cinco hijos de Silvino, como le pasara al propio Silvino, se vieron huérfanos y desperdigados. Dos de ellos, incluyendo a mi abuelo Samuel, no tuvieron más opción que trabajar para ganarse el pan. Los mayores se fueron a servir. Más tarde, tocó bajar a la mina. Mi abuelo tenía catorce años. Empezó como picador (no podría ser más típico), y consiguió llegar a maestro, instruyendo a los recién llegados. Además, cuidaba el campo, tenía el ganado justo para ir tirando, montó el primer bar en su pueblo (en el que se vio la segunda televisión de la provincia, sólo por detrás de la que estrenó alguna familia de ricos de Vetusta), era barbero en el cuartucho de atrás, hacía zapatos y tallaba madera. Trabajaba el día entero, sin descanso. Abandonó sus ideas izquierdosas por pura hambre, fue esquirol en las huelgas mineras, recibió palizas y le escupieron en la cara, pero siguió trabajando porque tenía que dar de comer a sus hermanos. Al casarse con Lola, mi beatísima abuela, empezó a ir a la iglesia sin fe, por costumbre, quizá por miedo, porque las sombras de la guerra eran alargadas y la gente de entonces vivió siempre con el terror a la represalia. Tuvieron dos hijas. Mi madre, otra Amparo, que fue flaca, desganada, sumisa y obediente, que amaba la música y tenía terror a los caballos, que trabajó en el bar desde los nueve años, que estuvo interna con las monjas y recuerda aquello como el infierno. Y Raquel, la pequeña, mucho más rebelde y respondona, más fuerte, más tragona, soñando siempre con largarse del pueblo.

Hace más de cuarenta años que mis abuelos y sus hijas vendieron todo, hicieron el petate y se vinieron a Gigia, trayéndose consigo a Mamina, la abuela, la madre de Lola. Aquella anciana enlutada no puso pegas, se subió al coche y no miró atrás. Se fascinó con la ciudad y sus adelantos, aprendió de memoria el camino desde el piso hasta la playa y cada día del resto de su vida lo hizo sola para mojarse los pies. La primera vez que vio el mar, se quedó pasmada y preguntó quién lo movía. Recuerdo a mi bisabuela, toda de negro, con su melena blanca bien sujeta en un moño, con su bastón y sus refranes, tan ignorante y tan absolutamente sabia como sólo lo era la gente de entonces. Mamina no sabía cómo se apañaba la gente para entrar y salir de la televisión, pero era sabia. Ya os contaré de ella.

Samuel, mi abuelo, mide un metro ochenta largo y se parece a Bill Cosby, a Poitier y a Compay Segundo, como si algún antepasado suyo fuera africano. Es curioso, pero en mi clan hay mezcla de sangres como para aburrir. Mamina y Papín eran casi albinos de puro rubios, de puro celtas. Los de Carreño son altos, morenos, ellas de ojos negros, ellos de ojos verdes. Samuel, es evidente, tiene algo de negro, o de árabe. Algo que se le nota cada vez más. Algo que, según asegura riendo mi tía abuela Sabina, la cubana, hemos heredado mi madre y yo de distintas formas. Mi madre es rubia y blanca, como la rama celta de la familia. Yo saqué el gen oscuro de los dos lados, el de Samuel y el de los de Carreño. Está claro que no tengo nada de celta cuando hasta los niños de El Ñeru me dicen que parezco de Marruecos. Pero eso sí, las dos, mi madre y yo, lloramos en Túnez al oír la llamada a los rezos, al estar ante las mezquitas. Es curioso cómo nos arrancan el llanto las gaitas y los derviches, los montes verdes y el desierto. Y, como dice Sabina: "óyeme, y las dos mueven la cadera como las negras. Tendrán a los hombres contentos, ustedes". Ojalá fuera tan fácil. Pero sí, una cosa es cierta, para qué negarlo. Nadie en la familia se mueve como mi madre y yo!

Samuel es un hombre duro, hosco y lleno de aspereza. Un hombre que se hizo hombre muy niño, que debe estar lleno de cicatrices, con el alma mutilada. Un hombre como los de entonces, que se traga las penas porque los hombres no lloran ni se quejan. Un hombre que se hizo a sí mismo, desde la nada, que atesora zapatos caros porque de pequeño iba descalzo y arreglaba los zapatos de otros. Un hombre que guarda el dinero bajo siete llaves y es rácano incluso consigo mismo, como si temiera la vuelta del hambre. Un hombre al que Raquel, su hija menor, regaña con dureza cuando le pregunta si pretende ser el más rico del cementerio. Samuel es un hombre brusco, mandón y terco como una mula, que sólo respeta a la gente que trabaja y gana mucho. Durante años, vi su cara de orgullo cuando miraba al que entonces era mi pareja, el ingeniero. Descubrí con asombro y sin pena que casi le quería más que a mí. Samuel es como una piedra, impenetrable. Ni la silicosis ni la cirroris (consecuencia de una hepatitis C que le contagiaron en un quirófano cuando le colocaban una prótesis de cadera porque, como ya os dije, los errores médicos persiguen a los míos) han podido con él en casi treinta años. Renunció a sus platos predilectos, al alcohol y al tabaco. Ahí sigue, volcado en sus hierbajos, combatiendo su hiperactividad con sus tallas de madera. Samuel, la roca, tiene pánico a la muerte. Por eso algunas veces llora a escondidas y tiembla como un niño. Desgraciadamente, mi abuela Lola es demasiado débil y suspirosa como para espabilarle. Y las hijas, tan privadas siempre de muestras de afecto, no encuentran la manera de acercarse a él.

Mi abuelo Samuel respeta el carácter. Por eso la sumisión de mi madre nunca dio resultados. Por eso Raquel, con sus críticas y sus contestaciones sí tiene su respeto. Me costó muchos años convencer a mi madre de eso, demostrarle que un "tengo 56 años, qué te hace pensar que puedes meterte en mi vida?" era mucho más eficaz que bajar los ojos. Si él puede ser duro, los demás también podemos. Y en cambio, siento cierta culpa. Cierta culpa por esos miedos escondidos que le afloran, por saber que toda esa dureza es un escudo para esconder al niño aterrado que tuvo que bajar a la mina, que nunca recibió una caricia y por eso no aprendió a darlas. Pero luego pienso que se puede ser cariñoso y amable sin ser sumiso. Y en ello estamos con mi abuelo. Siempre he sabido que Samuel no me quiere demasiado. Según su escala de valores es lógico. Mi madre eligió mal, se casó con un hombre aventurero que ganaba mucho y dilapidaba el dinero sin escrúpulos y que, al final, se acabó largando. No importa que el propio Samuel le diera el visto bueno, por aquello de que era de buena familia (ser hijo de mi abuelo Víctor siempre supuso toda una garantía, pese a que era el propio Víctor el que repetía: "niñina, estás segura? Con mi hijo no vas a ser feliz. No está hecho para tener familia!") Nada de eso importó luego, mi madre llevaba el estigma de las separadas, había fracasado. Raquel, en cambio, eligió bien. Eligió a un chaval pobre pero currante y con sentido del deber, y tampoco importa que Samuel se negara a dar el consentimiento. La hija rebelde acertó, y levantó un imperio con su marido. Mis primos ya nacieron ricos, son guapos, visten bien y hacen masters en el extranjero. Godzilla dejó los estudios y dio mucha guerra. Ahora es un currele al que se rifan los empresarios y por eso Samuel empieza a respetarle. Conmigo le costará más, porque llevo los pantalones rotos, me pinto las uñas de negro, no consigo a un hombre que me quiera y trabajo con marginados. Su devoción está al otro lado de la familia, con mi primo, que estudiaba fatal pero le dio un siroco y sacó carrera, y tiene casa con jardín en Madrid, y se casó por la iglesia y es padre. Y con mi prima, que es preciosa y siente la misma devoción por el trabajo y el prosperar que Samuel. Adoro a mis primos. Son dulces, encantadores, buena gente, un buen reflejo de su madre, de mi tía Raquel, a la que admiro (no porque anhele su vida, tan opuesta a la mía, sino por cómo supo luchar por conseguirla). Mis primos son como mis propios hermanos. Por eso, lejos de guardarles rencor por algo de lo que son inocentes, celebro el amor que Samuel les tiene. Sobre todo a ella. Le agradezco a mi prima el haber conquistado a la roca, sin saber si quiera cómo lo consiguió, le agradezco cada vez que me ha brindado la oportunidad de ver a ese señor alto y huraño lanzándole migas de pan, dejándose tirar de los pelos, riéndose cuando ella le llama "rácano asqueroso", jugando como el niño que nunca pudo ser.

A veces, su pasión por mi prima nos salpica a todos. Y son momentos de magia. Cuando Samuel y Lola celebraron sus bodas de oro, hice lo mismo que con los otros dos, lo mismo que con Víctor y Mila. Les escribí cuentos sobre su familia, sobre sus vidas y los encuaderné con cariño y con torpeza. Y, menos mal, con la ayuda del ingeniero. Vi lágrimas en sus ojos aquel día, mientras mi tía Raquel les leía los cuentos en voz alta. Recuerdo los años de mi niñez, cuando él acababa de jubilarse, cuando trabajábamos en la finca que compró y en la que levantó una casa, un hórreo, en la que trabajaba la tierra y hacíamos sidra, miel y matanza, reventados por su ritmo, pero felices. Recuerdo que él y yo desayunábamos juntos y él se reía con mis fantasías absurdas, recuerdo que por la noche todos jugábamos al escondite, que me enseñaba estrellas y esperteyos (murciélagos), sus historias de la mina. Me hizo un perchero y un arcón. Y, por alguna razón que desconozco, aunque no soy la mayor, ni estoy casada, me hizo una cuna para mis hijos. Cuando yo era muy niña, antes de nacer Godzilla, cuando mi madre se embarcaba con mi padre por el mundo, recuerdo bien quién me daba la mano toda la noche, malcriándome sin remedio. Cuando pienso en todo eso, no me importa si Samuel no me quiere como me gustaría. Le quiero yo y es bastante.

5 comentarios:

Salem6669-Satori6669 dijo...

Gracias Len por regalarnos la vista con tus relatos (aunque esta noche casi me dejo los ojos en el curro mirando pa la pantallita, es lo que tiene pillar internet de estrangis y tar sin luz pa leer ;oP),
tienes magia chica ;o)

Esperando más cartas a los búhos, suerte hoy, espero que tengas una buena noche.

Besinos Paz y Amor

Lenka dijo...

Me temo que la historieta me quedó demasiado larga...
Precisamente hoy tuvimos comilona familiar. No sé qué me gustó más, si ver a mi abuelo babear con su bisnieta o pegarme un voltio de paquete en la Hayabusa de mi hermano, jeeeejejejejejejeeeee...

Ayns, calla, calla, no me hables, no quiero ir al currooooooo!!! Buaaaaaaaaahhhh!!!! Encima es sábado! A saber a qué horas aparecerán esos CAFRES, y en qué estado!!!! No quiero, no quiero, no quierooooooooo!!!!

(Venga, Lenka, ánimo, que ya queda menos pa las vacaciones!!!!) Besos, motero. Y cuídate esos ojos!!!

Anónimo dijo...

Me ha encantado, Len. Por cierto, espero que ayer por una vez los cafres apareciesen en un estado aceptable y la noche fuese tranquila -dentro de lo tranquila que pueda ser en el Ñeru, claro ;) -. Besos. Carlota.

Alberich dijo...

Fantástica Len.Eso es escribir!!

Lenka dijo...

Gracias, chicos!!! El próximo capítulo de El Ñeru está en plena preparación. Saldrá próximamente... (joer, este curro mío es un serial!!!!)

;-)