miércoles, 28 de septiembre de 2011

Oh, revelación!

- Cariño, creo que acabo de descubrir por qué no adelgazas.
- Por qué?
- Obviamente por lo que comes.
- Pero si como muy sano...
- Eso sí, sin duda.
- Ya ves que siempre como ensalada.
- Ajá. Pero en ración de elefante, amor.
- Bueeeno, sí, es verdad. Igual es mucha cantidad.
- Por no mencionar que cenas "una pieza de fruta". Concretamente... un melón!
(Carcaj, atragant, tosecill, carrasp, carcaj, resoplid, carcaj, agoniz...)

Dedicado al Trasto, todo frugalidad.
XD

lunes, 19 de septiembre de 2011

Pesadillas

Normalmente soy de lo más tranquila. De esas personas que reaccionan con calma ante cualquier cosa (una mala noticia, desguazarse la mano con la batidora, parir mellizos de más de tres kilos cada uno, sufrir el desplome de un ascensor, ser amenazada con un cuchillo por un adolescente enajenao... en fin, esas cosillas corrientes de la vida). No me inquieté cuando me dijeron que quizá uno de mis hijos sufriera una malformación de columna. Soy de las que piensan que preocuparse por anticipado no tiene el menor sentido ni mucho menos utilidad. Prefiero que me digan cuáles son las opciones en el peor de los casos, y siempre que existan esas opciones me parece bien (y cuando no existen... en realidad de qué sirve preocuparse??) Al mismo tiempo, curiosamente, me anticipo a todo. Siempre medito qué es lo peor que puede ocurrir y lo tengo en cuenta, como mera probabilidad. Igual es por eso que carezco casi completamente de capacidad para sorprenderme. Pero considero que anticiparse es sano como medida de protección, no para amargarse la vida con nubarrones apocalípticos. Me hice a la idea de que Bastián nacería con esa malformación y debería ser operado. Estaba preparada. Luego todo salió bien y sólo tuve que alegrarme. Me hice a la idea de que tendría un embarazo horrible. Como no fue así, ahora sólo puedo decir que fue mejor que bueno. Me mentalicé sobre posibles complicaciones en el parto, bebés con bajo peso, incubadoras, volver a casa sin ellos. Nada de eso ocurrió y disfruté de cada momento. Me va bien esa técnica (la de que no vale la pena alterarse) y esa especie de tara genética familiar (la de la vergüenza insuperable a mostrar el dolor. Por alguna razón que se me escapa esas demostraciones siempre me han parecido vulgares. O sea. Incluso yo tengo mi lado pijo).
Por eso me resulta tan chocante que, a estas alturas, el subconsciente me tenga tan desquiciada. La primera vez que uno de mis hijos se atragantó, se puso granate y no lograba respirar, me limité a hablarle suavemente y darle golpecitos en la espalda. Cuando logró recuperar el aliento (llorando enérgicamente, probablemente de puro susto) le di unos mimos y se calmó en pocos segundos. No hubo más. Creo que es una inmensa suerte poder reaccionar con calma, sin que se le altere a uno el pulso en estos casos. Pero cuando me duermo, todas mis teorías hacen aguas. Supongo que se debe a algo muy hondo, muy primitivo. Algo que no se puede racionalizar, por ferolítica que se ponga una cuando está consciente. El caso es que en el terreno de los sueños tengo perdida la batalla de la sensatez. Desde que los enanos nacieron no he dejado de tener pesadillas, casi cada noche. Pesadillas en las que no consigo que vuelvan a respirar, en las que todo sale mal, en las que incluso yo misma les hago daño con saña o me vuelvo loca y les quito la vida con mis propias manos. Me despierto tan angustiada que no puedo seguir en la cama, necesito distraerme con lo que sea. El mal cuerpo me dura todo el día.
Sé que todos esos espantos son normales, que forman parte del miedo de cualquier ser humano a no ser capaz, a fallar, a perder lo que más ama. Del mismo modo en que todos hemos soñado con llegar tarde a un examen, con quedarnos en blanco, con la muerte de un ser querido, con el abandono, con no ser reconocidos por los nuestros. Miedos grandes y pequeños. Salir desnudo a la calle o que la cajera del súper te diga: "son cuatrocientos mil euros", y te veas sudando tinta, buscando una excusa para no pagar, revolviendo en el bolso desesperadamente (pero consciente de que no tienes esa cantidad) y preguntándote cómo la compra habitual puede costar tanto de repente. Por suerte siempre he sabido cuándo soñaba. No sé por qué, pero desde niña siempre he podido reconocer el ambiente extraño e incoherente de los sueños. Eso no me ha evitado sufrir con muchos de ellos, ni el terrible malestar que se te queda luego, pero al menos nunca me los he creído. Cada vez que un sueño se ha vuelto siniestro he pensado: "quiero despertar, no quiero ver esto". Siempre lo he conseguido. Pero ahora, aun sabiendo también que lo que estoy viviendo no es real, el terror es mucho mayor, más profundo, más animal, más difícil de controlar. Me consuela pensar que si ocurre es porque nunca antes había tenido nada tan valioso.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ni rastro de Morfeo

Primero dormían como benditos. Lo que corresponde a unos recién nacidos, vaya. Luego llegaron los temidos cólicos. Mamá patentó unos masajes de tripa (que le salieron bien de pura casualidad) y tuvimos paz durante el primer mes. La cosa se fue complicando a medida que los angelitos tragaban más y más, así que hubo que recurrir a manos más profesionales y expertas. Los cólicos desaparecieron. Hurra!

Lo curioso es que, junto con el pérfido dolor de panza, desaparecieron también las ganas de dormir. Lo lógico hubiera sido lo contrario: menos molestias, sueño más tranquilo. Meeek. Error. Toca biberón a las doce de la noche. Toca de nuevo sobre las cuatro. Desayuno a las ocho. Y empieza el fandango. Ya no duermen nunca más en toda la mañana. Apenas sestean un rato si salimos de paseo. Se ve que les gusta el meneo del carromato (porque eso no es un carricoche, no, es un carromato. Una diligencia, inclusive). Morfeo hace su entrada triunfal en torno a las dos de la tarde y, con suerte, habemus pax hasta las siete. Chapoteo bañeril, manduca y nueva juerga flamenca. Cuando los hados tienen piedad los pequeños monstruitos caen rendidos cerca de medianoche, tras otra ronda biberonil.

Que qué hacen tantas horas despiertos? Mirar. Lo miran todo. Miran al techo, miran la ventana, el armario, los muñequitos que se balancean sobre la cuna, nos miran a nosotros... chillan de vez en cuando, como si se aburrieran. Les ponemos música, peluches que hacen ruiditos, los chupetes, los tapamos, los destapamos, cambiamos a Chopin por Satie, a Satie por Enya, a Enya por sonidos del mar... nada. Ojos como platos, bocas formando una "o", como si todo fuera la pera de interesante. Empiezan a bajárseles los párpados y de repente, en cuanto nos confiamos, zas. Un bote y de nuevo están a plena energía. Mueven las piernas de tal manera que balancean las cunas (y, ojo, son cunas grandes de madera pesada, nada de serones ni minicunas). Menean los brazos como aspas. Lanzan los chupos hasta el infinito y más allá (en serio, los vemos volar!)

Se giran solos y cambian de postura hace semanas. Apoyan los pies en el colchón y se van empujando hacia arriba, hasta que se quedan con la cabeza literalmente aplastada contra la chichonera (sobre todo Atreyu, que es una pequeña mula parda). No pasan tapados ni dos minutos, porque patean hasta librarse de las sábanas. Se agarran el pelo, las orejas, la nariz... Llega un momento en el que enfilas el pasillo dispuesta a emular a Herodes, pero luego entras en su dormitorio y se te va la furia asesina a tomar vientos en cuanto te miran y se ríen. Porque se ríen, en nuestra misma cara. Abren esas boquitas de lado a lado y sueltan gorjeos de esos "desmontapadres". Pensábamos que la sonrisa tardaba mucho más, que los primeros meses era un puro reflejo (por más que los progenitores babeemos con estas cosas). Pero hemos comprobado con sorpresa que sonríen después de comer, cuando les pones delante un juguete, cuando les hablas en "tono cursi-bebé" y cuando les coges en brazos. Ahora ya no sólo sonríen: se ríen. Con sonido. Y contestan, los muy descaraos! Emiten ruidos que suenan a arameo cuando les hablamos, y hasta hacen una especie de carraspeo muy cachondo, como si nos pegaran la bronca.

Son más divertidos que la mejor de las pelis. Pero han decidido que dormir está sobrevalorado. Cielos. Y todo esto con apenas mes y medio. Que los dioses se apiaden de nosotros.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Montando una escena

Siempre hay alguna que te revuelve por dentro, que te trae recuerdos, que te hace llorar a lágrima viva, soñar despierta o reír a carcajadas. Algunas de mis favoritas, sin mayor orden ni concierto:
- Los dos hermanos (el mayor, el ejemplo a seguir, hundido y renacido tras asesinar por puro odio, pagarlo en la cárcel y renacer; y el pequeño, transformado tras mirarse en el espejo nuevo de su ídolo) descolgando de las paredes todos los símbolos nazis en "American History X".
- Papeles en llamas cayendo lentamente desde las ventanas de la cárcel, despidiendo a Giuseppe en "En el nombre del padre".
- Él y ella juntos en el balcón, con esa preciosa música triste de fondo en "El fantasma y la señora Muir".
- Una Escarlata hambrienta, pero no vencida, jurando ante Dios bajo el cielo rojo de Tara en "Lo que el viento se llevó".
- Los supervivientes dejando piedras sobre la tumba de Oskar en "La lista de Schindler".
- El discurso final del barbero en "El Gran Dictador".
- Los conjurados tocándose la nariz en "El Golpe".
- La pequeña Murron entregando un cardo a William cuando él se queda solo frente a la tumba de su padre y su hermano. El grito de rebeldía sobreponiéndose al dolor y la tortura en "Braveheart".
- Él bajo la lluvia y ella aferrada al cierre del coche, dudando entre el amor de su vida y el papel que le corresponde en "Los puentes de Madison".
- El rostro del cura, sin palabras, diciendo tantas cosas con los ojos, mientras escucha el relato de los abusos de sus protegidos en "Sleepers".
- Nettie y Celie, abrazadas tras toda una vida de distancia. La mujer malvada y libertina cantando desgarrada un himno y siendo al fin perdonada por el padre en "El color Púrpura".
- El niño reencontrándose con su madre y celebrando que ha ganado el tanque en "La vida es bella".

Y hay tantas más...