viernes, 28 de mayo de 2010

Justo ahora


Mucha gente dice que fue a los 30. Siempre hay algún Peter Pan que necesita más tiempo, o que incluso jamás llega a percibirlo. Naturalmente también están los precoces, los que lo asumen mucho antes. Pensaba que había sido de esas. Quizá porque me sentí niña muy poco tiempo. Ahora me pregunto si aquello era real o sólo lo imaginaba. Al fin y al cabo hablamos de sentimientos, y sabemos que son... eso, sentimientos. No certezas, ni exactitudes. A los 15 no soportas la menor insinuación sobre lo joven que eres. No, te consideras adulto. Es gracioso, porque, sin darte cuenta, marcas unos límites bastante demenciales. Tu hermano de 12 es un bebé, pero también te espantan los "ancianos" de 25. Si hay algo relativo es el tiempo. Siempre nos empeñamos en manejarlo a conveniencia, como si eso fuera posible.

El caso es que hace ya siglos me convencí (con enorme e ingenua satisfacción) de ser mayor. Mayor en plan guay, por supuesto. No en plan carcamal, como aquellos vejestorios que iban a la universidad y que hacían cosas tan ridículas. Hace unos meses salí con amigos y terminamos tomando unas copas. Y de repente me fijé en las pintas que hacíamos, vestidos con vaqueros, camisas y jerseys en medio de un marasmo de jovencitos maqueados, maquillajes explosivos, escotazos, músculos marcados, poses, tacones infinitos, bailes estudiadamente insinuantes, morritos, estrategias para impresionar al contrario, marcajes, maniobras envolventes, miradas escrutadoras y, todo ello, enmascarado tras caras de profundo hastío existencial. O sea. Yo es que soy así. Me sale solo. No te vayas a creer que. Aquí, pasando el rato. Para nada estoy mirando a la rubia aquella, vamos. Para nada estoy yo meneando cadera a ver si se me acerca el delgadito. Y nosotros allí, evitados por la multitud (que nos dejaba hueco como a los apestados), muertos de risa, charlando y bailando chunda chunda a ritmo de pasodoble. Haciendo el tonto, sí, igual que los de 18. Con la diferencia (oh, gratísima sorpresa) de que ya nos la sopla qué digan, qué piensen o si hacemos el ridículo.

Fue una noche de esas de revelación. Me vi convertida en mi madre treintañera cuando brincaba con sus amigos y me llamaba "rancia" y "sosa" mientras yo deseaba que me tragara la tierra. Listo, ya soy jurásica. Por lo menos para una buena parte de la población. Ya sólo los abuelos del parque me llaman "mocina", "neña" y "chavala". Los niños ya me dicen "señora". Los adolescentes ya me tratan de usted. Hace siglos vivía convencida de ser mayor, ahora tengo la certeza. Pero es que, además, lo encuentro lógico, normal, nada traumático ni preocupante. Simplemente es así, ha llegado. Y seguirá llegando, si hay suerte. Resulta curioso que la sensación, una vez transformada en convencimiento, asuste menos que la mera sospecha de antes. Ya está, aquí estamos. Felices 32.

jueves, 20 de mayo de 2010

Medea


Qué pasará por la mente de una mujer que descubre que comparte su vida con un monstruo? Porque no puedo sino pensar que tarde o temprano has de descubrirlo. O tanto se ciega una? Esa idea del amor (tan enfermiza, tan disfuncional, tan estúpida, tan devastadora) es lo bastante incapacitante como para impedirnos ver? Incluso cuando uno de nuestros hijos está sufriendo las consecuencias de la maldad de nuestro compañero? No lo entiendo. O tal vez no lo creo. Y, de todos modos, cuando la verdad nos estalla en la cara, cuando su foto sale en los medios, cuando tras su nombre y su rostro aparece el pavoroso título ("asesino", "violador" o "pederasta" en este caso), hasta dónde es capaz de llegar ese "amor", o, mejor dicho, esa "necesidad" del otro? Ella dice que creía en la inocencia de su amado. Cómo podemos describir eso? Fidelidad? Estupidez? Confianza? Osadía?

Ya me parece tremendo que una se arriesgue. Pero arriesgar a la propia sangre... es algo que jamás comprenderé. Cómo es posible que uno de tus cachorros te confirme las peores sospechas y prefieras conservar al macho? Pienso en las leonas, en esa conducta suya que nos parece tan insólita: cuando se aparean con aquel que mató a sus camadas. En el reino animal prima la supervivencia, la ley del más fuerte. En el reino racional también? Qué mecanismo puede hacer que una mujer elija a su compañero antes que a su prole, incluso cuando la elección parece tan obvia, incluso en casos en los que no ya el sentido común, sino el mero instinto debiera impulsarnos a correr, a ponernos a salvo junto a nuestros chiquillos?

Relaciones patológicas. Las hay de muchas clases, o eso pienso yo. Algún día me pondré a divagar sobre el tema, como tengo prometido. Pero hoy me centro en esta historia. Hoy toca centrarse en la realidad de una mujer que supo, negó, cerró los ojos, amó (o necesitó), eligió y traspasó cualquier límite. Una mujer que (espeluzna pensarlo) se dedicó durante años a proteger a menores víctimas de abusos sexuales, mientras los consentía en su propia casa. Una mujer que (seguramente) aconsejó a otros niños mientras desoía a su hija, se enfrentó a padres sádicos mientras dormía con la bestia, apoyó a otras esposas mientras ella consentía. Una mujer dedicada a un oficio duro con un código muy claro. Una mujer que quizá se mostró luchadora e inflexible con los casos ajenos, cuando ella misma se encadenaba al verdugo de sus vástagos, al ogro de las pesadillas.

Hoy toca hablar de una mujer que, al hacerse pública la miseria, al verse apartada del macho, decidió que la vida de sus hijos ya no valía la pena. Ella alega que temía ser apartada de los niños. Como si la justicia castigara a un cónyuge por los pecados del otro. No suena, en realidad, a culpa? No suena a la vergüenza de ver la cruda realidad expuesta, esa realidad que la convierte en cómplice del espanto? No suena a rendición, como si esa madre hubiera asumido que no vale nada sin él, que no es capaz de criar a sus pequeños sola? Qué pasa por la cabeza de una mujer que opta por dejar a sus hijos, y a ella misma, en manos criminales antes que pelear sola? Cualquier padre, cualquier macho, es mejor que ninguno? Todavía?

viernes, 14 de mayo de 2010

Mi pequeño mundo friki

Cenar dos veces con uno de los escritores más afamados de este país.
Pedirle a un actor patrio que me morreara (sin éxito).
Sobarle a un actor de Jolibú la espalda más que a un pasamanos y salir con él en el periódico.
Irme de excursión, de sidras, de comilonas y futbolines con varios mitos de las letras y las ondas.
Dar un taller literario a jóvenes con otros dos escritores (sudamericanos afincados en mi tierra).
Una vuelta en la furgoneta de un cantante flaco (no con él, con su técnico de sonido).
Poner colorados a unos genios del humor argentinos.
Fumarme un cigarro y recibir un saludo bloggero de un cómico autóctono.
Montarme una orgía virtual con un director de cine pelín irreverente.
Arrearle un mochilazo a un fenómeno nativo de la escena.
Cuasi atropellar a un torero.
Recibir un cumplido en facebook de un entrenador de fútbol.
Y alguna peripecia más que me dejo en el tintero.
Lo mío es de traca, que no?

lunes, 10 de mayo de 2010

Charlotte y el papel amarillo


Charlotte Perkins Gilman nació en Connecticut en 1860. Cuando era niña, su padre abandonó a la familia, dejándoles en una situación bastante complicada. Dado que la madre no podía mantener sola a sus hijos, Charlotte pasó parte de su infancia con algunas de sus tías paternas de muy distintas opiniones sobre "la cuestión femenina", como Isabella Beecher Hooker, conocida sufragista, Harriet Beecher Stowe, (autora de La cabaña del tío Tom) o Catharine Beecher, mucho más conservadora y convencida de que el lugar de una mujer era su hogar.

Charlotte estudió diseño y se ganó su independencia trabajando como artista de postales comerciales. Se casó y tuvo a su única hija, Katherine. Tras el nacimiento de la pequeña, Charlotte se vio sumida en una tremenda depresión cuyos motivos nadie podía comprender. Consultó al doctor Mitchell, uno de los especialistas más afamados de Estados Unidos, y llegó a confesarle que se encontraba mucho mejor cuando estaba de viaje, lejos de su marido, su hija y sus obligaciones domésticas. Mitchell no tomó en cuenta las palabras de su paciente y le aconsejó del modo que sigue: "Lleve una vida lo más hogareña posible. Tenga a su hija con usted todo el tiempo. Échese durante una hora después de cada comida. No tenga más que dos horas de vida intelectual al día. Y no vuelva a tocar una pluma, un pincel ni un lápiz en lo que le quede de vida".

Charlotte hizo todo lo posible por seguir las intrucciones de su médico, llevando a rajatabla aquella "cura de descanso" en la que era pionero. El tratamiento estuvo a punto de acabar con ella. "Estuve peligrosamente cerca de perder la razón. La agonía mental se hizo tan insoportable que me sentaba con la mirada vacía, moviendo mi cabeza de un lado a otro". Tiempo después, Charlotte entendió lo que le ocurría. Quería ser escritora y no podía resistir su destino de esposa dócil. Se separó de su marido (cosa insólita en aquellos tiempos) y se fue con su hija al otro extremo del país. Obtuvo el divorcio años más tarde.

Se convirtió en abanderada del activismo feminista, escribió (ensayos, poemas, cuentos, una novela, periódicos, revistas), trabajó dando conferencias, crió a su hija y no sufrió más crisis nerviosas. Su ex marido volvió a casarse con una de las mejores amigas de Charlotte, y ella se alegró sinceramente. Katherine pasó largas temporadas en casa de su padre y su madrastra, de la que Charlotte llegó a decir en sus memorias: "la segunda madre de Katherine era tan buena como la primera, y quizás mejor en más de un sentido". En 1900 contrajo matrimonio con su primo, Houghton Gilman, abogado, al que no veía desde hacía quince años. En 1932, se le diagnosticó un cáncer de mama incurable. Charlotte era una gran defensora de la eutanasia, y decidió suicidarse con cloroformo en 1935. Dejó escrito en su autobiografía y en su nota de suicidio que "elegía el cloroformo al cáncer" y que su muerte sería rápida y tranquila.

Antes de eso, en 1892, Charlotte escribió el que se convertiría en el más conocido de sus relatos: "El papel de pared amarillo" (o "El empapelado amarillo"), en el que narra en primera persona su experiencia con la terapia de inactividad total recomendada por el Doctor Mitchell. El cuento no tiene desperdicio. Asistimos a la peripecia de una mujer atendida por un esposo paternalista (médico en la fábula), encerrada en un dormitorio cuyas paredes la asfixian por completo hasta enloquecerla. Resulta una historia inquietante, pero con ciertos tintes cómicos. A día de hoy, provoca una enorme desazón, perplejidad ante aquella realidad tan surrealista y una más que lógica comprensión por las mujeres de una sociedad en la que el sexo femenino era, además de débil, histérico, incapaz, imperfecto, poco menos que una malformación, una anormalidad turbadora y enojosa para los hombres. Una época en la que cualquier intento por salirse de los corsés se consideraba una excentricidad intolerable o, directamente, una demencia peligrosa que se debía atajar cuanto antes. Una época en la que no se concebía la depresión post-parto, ni ninguna otra insatisfacción provocada por las obligaciones femeninas, ya que, eso se creía, más que obligaciones eran devociones, la esencia y alma de la hembra, su destino, su naturaleza, su razón de ser. Cualquier actividad intelectual alejaba a las mujeres del camino marcado, provocándoles (era cosa bien sabida) aquellas crisis nerviosas tan molestas. Y de nada servía que algunas osadas, como Charlotte, declararan abiertamente que era precisamente la forzosa devoción al hogar la raíz de su angustia, mientras que la creatividad y la actividad (física y mental, tan aparentemente contrarias al plácido espíritu femenino) constituían su tabla de salvación y la cura contra sus males.

Charlotte no dudó en enviar al Doctor Mitchell una copia de su curioso relato. El Doctor le respondió tiempo después, asegurándole que aquella lectura le había convencido de la conveniencia de cambiar sus tratamientos. "Si fue así - aseguró Charlotte - quizás mi vida no haya sido en vano". Os aconsejo que leáis el cuento. Merece la pena. Confieso que tenía muy abandonadas a mis Mujeres Malas. Iba siendo hora de arrancarlas del papel de dormitorio.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La caldera errante


Algunos recordaréis mis desventuras en aquel piso viejo del centro, pegadito al mar, que yo tanto amaba pero cuyo casero me trajo por la calle de la amargura. Y muchos hasta fuisteis testigos directos de aquella caldera de los mil demonios que no funcionaba, se quejaba lastimeramente y hasta nos escupió agua alguna que otra vez. Sabéis de mi terrible invierno de duchas heladas que duró casi seis meses (eso sí, tonificadísima estaba, con un pelazo que pa qué e inmunidad cuasi diplomática ante los catarros, pero cómo jodía!) mientras luchaba a brazo partido con el pedazo de cabrón que, textualmente, me decía que pagara yo la avería o, en su defecto, un cacharro nuevo. Sí, aquel hijoputa (porque no tiene otro nombre) con chalet de tres pisos en una de las mejores zonas de Gigia, un despacho que ocupa la última planta (entera) del edificio más alto que nos contempla (a los pobres mortales) y que, criaturita, juraba no disponer de mil cochinos euros para cumplir con su deber, es decir, tener habitable el puto piso que me alquiló tras ponerle medio millón de las antiguas pesetas una encima de otra sobre la mesa, así, para demostrarle que se podía fiar de mí y despreocuparse medio año.

Pues bien, el otro día me llama desolado aquel pobre chaval que poco más y se convierte en mi mejor amigo a base de irme trampeando la carraca en cuestión (sin cobrarme un duro, encima, porque sabía de mis movidas con El Señor Burns) y me dice que, lo crea o no, todavía no ha cobrado por la caldera nueva que nos costó (a ambos dos) meses de arduas negociaciones. Me quedo lela. El chico me asegura que bajo ningún concepto pretende cobrarme a mí, ya que era la inquilina y no la propietaria, y recuerda perfectamente que yo nunca quise arriesgarme a poner un trasto nuevo sin tener la certeza de que el usurero estaba de acuerdo, precisamente para evitarle luego problemas al propio técnico. "Pero, a ver - le digo -, si al final el tío terminó cediendo, a condición de que yo me encargara de todo, que pidiera presupuesto y que la factura no superase jamás los mil euros!" "Lo sé - me dice él -, y hasta me dijiste que le llamara con la cantidad final para perdirle permiso en primera persona antes de instalar nada". "Y él accedió, verdad? No lo soñé, no?" "No, no, claro que aceptó. De mala gana, pero aceptó. Por eso puse la jodía caldera nueva!" No entiendo nada. Francamente.

Cómo es que nuestro querido Ebenezer Scrooge sigue sin pagar a día de hoy (cuando hace como tres años que yo me largué de su piso) y qué alega? Pues alega, agárrense los machos, que es todo mentira. Que allí nadie solicitó cambiar la caldera y que la caldera nunca en la vida se cambió. Y, para sostener su afirmación, ha tenido los santos cojones de arrancar el susodicho aparato de la pared y reponer el viejo, que lo tenía guardadito con toda premeditación. Sí, el viejo, ese que escupe, que no furrula y que llevaba (verídico) veinte años sin pasar una revisión cuando a mí me hizo "pluf". Pero claro, afortunadamente no es el único hijo de perra con mala idea del mundo. También estoy yo. Y como las señales cósmicas me advirtieron en su día que quizá Las Guerras Caldéricas traerían consecuencias, tuve la ocurrencia de guardar todo el papeleo referente a tales batallas. Presupuestos, informes, parte de trabajo, instalación, revisiones... todo. Y aquí está, a disponibilidad de los buenos y honrados currantes del mundo. El chico me hacía la ola al enterarse, y más cuando le prometí que declararía en su favor si era necerario. Ahora sólo espero que la justicia sea ciega y no una zorra, como tiene por costumbre, y que el hecho de que el amigo Montgomery sea un "prestigioso" abogado local no nos haga picadillo.

Qué asco de gente, colega. Ahora sé por qué estás forrado. Cerdo, comemierda, ladrón, estafador, chupasangres, miserable, rata. Te lo dije en su día y te lo repito ahora: ojalá te llegue el día en que SÓLO te quede dinero. Y que lo veas con los ojos en la mano. Puerco.