martes, 29 de julio de 2008

Lobo


Ni siquiera lo vi. Apareció de la nada, quieto en mitad de la carretera. Los faros del coche le iluminaron. Tenía el pelaje plateado, parecía viejo y manso. Sus ojos, hermosos, grandes, ambarinos, brillaron en la oscuridad. Me miró con calma, con resignación. Aquellos ojos eran casi humanos...
El golpe fue certero y resonó desproporcionadamente en medio del silencio, dejándome helada. Detuve el coche y respiré hondo. Estaba segura de haberlo matado. Pobre animal. Uno más que terminaba sus días bajo las ruedas de alguien. Me sentí mal. Intenté consolarme, como supongo hacen todos los amantes de la vida cuando la arrebatan sin querer. No pude evitarlo, no hubo tiempo. De haber pegado un volantazo, ¿qué habría sido de mí? Me alegraba de estar bien, por supuesto, pero no podía evitar la culpa. Quizá por eso sentí el irrefrenable deseo de bajar del coche, de verlo, de disculparme. ¿Y si aún estaba vivo? ¿Y si, malherido, se debatía entre la vida y la muerte? Sería durísimo ver su agonía. Quizá incluso me atacara en su desesperación. Correría el riesgo. Y, si no podía hacer otra cosa, le hablaría en voz baja, le acompañaría hasta el final, por doloroso que fuera. Ni siquiera me movió el civismo. En ningún momento pensé en apartar el cuerpo de la carretera para evitar un accidente. No pensaba en cosas prácticas. Pensaba sólo en él. En el lobo.


Bajé del coche. Volví a tomar aire y lo miré. Estaba inmóvil, tendido sobre el asfalto. Era enorme, precioso, gris. Una criatura salvaje, libre, sabia y misteriosa abatida por un trasto viejo en una fría carretera comarcal, a medianoche, sin un alma alrededor, puede que en kilómetros. Estábamos solos, él y yo. Me acerqué con precaución. No se movió. Estuve lo bastante cerca como para comprobar que no respiraba. Y, de nuevo, un impulso irreprimible. Tenía que tocarlo. Acaricié su pelaje y le pedí perdón. Sentía mucho haberle matado. Lo sentía en el alma. Era cierto.

Varios minutos después, volví al coche y arranqué. En total, había pasado poco más de media hora. En cuanto hallara indicios de civilización (un pueblo, un bar de carretera, algo) llamaría a la policía para contarles lo ocurrido, para indicarles, aproximadamente, el lugar. Alguien tendría que quitar el cadáver. Era una carretera secundaria, de acuerdo, apenas pasaba gente por allí, cierto, pero nunca debe uno fiarse del azar. Las cosas ocurren por una razón, y mi descuido no debía dar lugar a una desgracia.
El hecho de ir pensando precisamente en la policía hizo que me sorprendiera sobremanera al ver las luces a lo lejos. Un agente, equipado con su chaleco reflectante, me hizo señas para que aminorara. Imposible pasar. Me contó lo del accidente. Inexplicable. Un camión y dos turismos. Todos muertos. Hacía apenas cuarenta minutos. Algo terrible. Tendría que dar la vuelta y coger un desvío.

Durante todo el trayecto de vuelta no podía quitarme de la cabeza los ojos resignados del lobo. Repetía “gracias, gracias, gracias...” No sé por qué, pero al dar la última curva, supe que su cuerpo ya no estaría allí.

sábado, 26 de julio de 2008

Nena


Tocó café con las chicas, con las de La Escuela, aquella en la que trabajamos allá por el 2.003 (mi primer contrato de un año!) y con las que aprendí infinitamente más que en mis años de universidad. Tocó comer gusanitos con los dos enanos de la que no podía tener hijos (a veces la vida se lo piensa mejor y se vuelve amable), enterarse de los cotilleos, la boda de alguna, el nuevo trabajo de otra, el nuevo novio de una servidora... Hacía ya mucho tiempo que no pasábamos la tarde juntas y es una gozada comprobar que, en esencia, nada ha cambiado, que doce tipas que jamás se habían visto antes de aquella aventura, de diferentes edades, formaciones y opiniones, siguen formando un equipo unido mucho más allá del trabajo. Recordamos nuestras andanzas, a los chiquillos, y también a ese grupito de jefes estupendos que siempre confió en nosotras, que nos dio total libertad de acción, que nos consideró siempre de los suyos y nos ofreció consejos, lecciones, sonrisas, amistad, complicidad y el mejor de los regalos: una despedida emocionada en la que aseguraron que jamás habían trabajado con un equipo tan bueno, y que era una cabronada que el ayuntamiento no lo permitiera, porque les encantaría haber podido hacernos indefinidas a las doce.

Pero lo mejor no fue recordar todo eso. Lo mejor, sin duda, fue el relato de Anouk. Recientemente andaba ella más perdida que un pingüino en una sauna, dando vueltas en su coche por León, intentando llegar a tiempo a un examen de oposición. En algún momento del día hizo escala en un café, en el que fue atendida por una chica joven y guapetona. Vaya por delante que la simpar Anouk, con esa empanada suya, es absolutamente incapaz de recordar el nombre del café, de la calle o cualquier otro dato. De hecho, en aquel momento fue incapaz de reconocer a la sonriente camarera. Pero la camarera sí reconoció a Anouk. Porque la camarera era una de nuestras niñas, una de esas con historia espeluznante, con las emociones del revés, la autoestima por el suelo y la confusión absoluta a flor de piel. Una niña asustada, sola, abusada por la vida y un tanto autodestructiva, que jugaba a la mujer fatal para buscar el cariño en hombres mayores que le recordaban a su padre y que, obviamente, no era precisamente amor lo que buscaban en ella. Pasamos con ella muchas tardes de charla, confesiones, secretos y lágrimas amargas. Cuando nuestro contrato expiró (porque al ayuntamiento sólo le interesaba plasmar en cifras que daban trabajo a tantas mujeres al año, sin importarle un cuerno el desarraigo de unos críos que veían desfilar educadoras nuevas cada año, y a los que les costaba confiar en cada nuevo relevo, para, cuando ya se encariñaban sin remedio, empezar de nuevo), cuando dejamos La Escuela, decía, confiábamos en que Nena sería una de las recuperables. Cruzábamos los dedos...

Las noticias de Anouk nos hicieron brincar. Nena estaba feliz en León, con sus parientes. Tenía trabajo. Una relación sana y normal. Y un niño de pocos meses. Suspiramos al confirmar que no se había rendido en su afán por ser madre, por tener su propia familia, por sentir al fin un amor incondicional por algo suyo, un amor como el que a ella le faltó siempre, desde la muerte de su madre. Pero al menos logramos que no sucediera a los 16, ni a los 17, cuando aún tenía que cerrar muchas heridas. Es una madre joven, sí, pero con una vida, un trabajo, con los suyos apoyándola por fin. Y, sobre todo, con metas, con ilusiones, con una sonrisa. Las palabras de Nena emocionaron a Anouk y nos emocionaron a todas. "Cuando las veas, diles que me cambiasteis la vida. Y que os lo agradezco mucho".

Y son cosas como esa las que te animan a seguir. Las que te demuestran que no confundiste tu vocación, tus pasos ni tu vida. Mucha suerte, Nena. Y gracias. Porque tú y los demás cambiasteis nuestras vidas mucho más de lo que os podáis imaginar.

miércoles, 23 de julio de 2008

La trinchera


Cuánto tiempo pasa desde que tus padres se divorcian hasta que se alcanza la normalidad de nuevo? Un año? Dos? Diez? En mi caso, han pasado 20 años (mis padres llevan ya más tiempo separados de lo que estuvieron casados) y esta historia no ha terminado, ni terminará nunca. Lo tengo asumido, pero no por ello me cabreo menos.

Pasamos por montones de fases, y en todas ellas me harté de escuchar que había que ser civilizado y que, pasara lo que pasara, los hijos debían quedar al margen. Y esa, queridos míos, es la mentira más descarada y vergonzosa que se puede decir en cualquier proceso de ruptura. Los hijos jamás están al margen. Nunca. No lo están a los nueve años y no lo están a los treinta.

Pasamos, como digo, por montones de fases. La pena, el no entender nada, el extrañar al que falta, las broncas, los silencios venenosos, los reproches mordientes, el "tu padre es así y asá", el "tu madre es esto y lo otro", las venganzas sangrientas, la manipulación, el chantaje, el "eres igual que él", o "eres igual que ella". La fase que Godzilla y yo bautizamos años más tarde como "las trincheras".

Pasamos una infancia gris, triste, patética y amargada, y crecimos como niños grises, tristes, patéticos y amargados, llenos de taras, de rabia contra el mundo, de miedos, de pesadillas y de huecos. Heridas de esas que te acompañan para el resto de tu vida y te hacen inseguro, vulnerable e incluso una mala persona, llena de rencores. Pasamos la culpa, la desconfianza, el bloqueo. Pasamos de la euforia a la depresión y, aunque nunca lo comentamos, los dos sabemos que ambos pasamos muchas veces por la idea de la muerte, de escapar de la única manera que nos parecía definitiva. Llegamos a fantasear con ella, a idealizarla. Y, afortunadamente, nunca dimos el paso, por valor o por cobardía, quién sabe. Afortunadamente, llegamos a la conclusión de que no era la salida. Lo lamentable es que a día de hoy, ambos sabemos que tampoco hay otra.

Pasamos (esta vez debería decir "pasé") por la depresión absoluta, el cabreo superlativo, las ganas de romper cosas y gritar: "pero qué clase de adultos sois vosotros, joder? Cómo es posible que hayáis causado tanto dolor a las dos personas a las que debíais proteger? Qué clase de amor es este?" Y luego pasas por la fase de la madurez, esa en la que decides que odiar es cansadísimo, es un lastre que no te permite avanzar ni crecer. Decides que puedes vivir con esas cicatrices (lo cierto es que no te queda otra) y que tus padres son tus padres, y no tienes otros. Y sí, qué demonios, son personas. Personas con pasado, con sus propios miedos, con sus enormes fallos. Personas que ya estaban en el mundo antes que tú, que también soportaron a sus propios padres, que tuvieron sueños, metas, fracasos, logros, aciertos y errores, que tuvieron, o tienen, amigos, amantes, deseos, vida. Que no están en el mundo como ente indivisible para hacerte feliz.

Sí, por una parte esa debería ser su mayor preocupación, ya que decidieron traerte al mundo. Pero por otro lado, son personas también, independientes el uno del otro y de ti. Así que tienen derecho a elegir su vida, a separarse, a rehacerse, a lo que les haga felices, desde luego. Pero tienen derecho a meterte en esta guerra? A hacerte daño? No lo tienen, pero les perdonas de todos modos, porque es mejor, es más sano, es más soportable. Y, egoístamente, te conviene. Lo necesitas. Así que les perdonas, y les das una lección y les demuestras que pueden llevarse bien, respetarse, al menos como pareja que fueron, como padres comunes de dos personas. Y durante varios años vemos, y ven, que es posible.

Y de repente, cuando te has acostumbrado al menor de los males, a racionar el cariño para que no se celen, a solventar sus pequeñas infantiladas de padres, cuando todo es normal y civilizado, o al menos soportable, todo estalla de nuevo. Y aquí estamos, veinte años después, de nuevo en la trinchera, pero con el hartazgo absoluto de la historia que nunca termina. Te ves intentando vivir tu propia vida sin que te dejen, siempre metido en medio, siempre lidiando, siempre con el pavor de posicionarte y que el otro te lo haga pagar, siempre ejerciendo de escudo humano para que ellos se muerdan la lengua y no se hagan trizas el uno al otro, oyendo cosas que no deseas oír, viendo lo que no deseas ver. Porque a estas alturas del serial, y con treinta años, cada vez resulta más difícil el autoengaño, el buen rollito, cerrar los ojos y cantar tralalá, tralalá, no oigo, no veo, es mentira, qué estupendas personas que sois. Y lo son, claro. Y aunque no lo fueran. Son tus padres. Pero llega un punto en el que no puedes negar que tus benditos padres te tienen hasta los cojones. Que estás harto de ser más adulto que ellos. Que estás harto de que te arrastren una y otra vez a sus batallas, a sus miserias, a sus putos lodazales. Que quieres, de una vez, vivir tu vida, tu propia vida y no la suya.

Llega un punto en el que suena el teléfono, ves que es él, o ella, y te pones de mala ostia. Ya, de entrada. Qué coño querrán ahora? Porque ya sabes que algo quieren, y nada bueno. Llega un punto en el que no te apetece verles, ni hablar con ellos. Fantaseas con la idea de irte a vivir a Noruega, lo más lejos posible, y que te dejen por fin en paz. Luego, encima, tienes que oír que eres despegado, que pasas de todo. Y un día te descubres barruntando con frialdad de forense, que esta historia sólo terminará, que sólo tendrás paz y descanso cuando uno de ellos muera. Y es lo más cruel que has pensado en toda tu vida, y te sorprendes. Pero te sorprende mucho más la triste certeza de que es cierto. Y estás tan saturado y tan harto, que ni te lo reprochas. Sólo te encoges de hombros y piensas: "bueno, no importa. Esto se lo perdonaré también, como todo. Y aquí seguiré, como siempre, en la puta trinchera, aguantando. Y el día que uno me falte, será el peor de mi vida, aun sabiendo que al fin tendré la paz que necesito". No es monstruoso haber llegado hasta aquí?

Pues aquí estoy, cansada, aburrida, harta, saturada, de mala leche, esperando una jodida llamada de teléfono, una escena que no quiero vivir y que no tendría que vivir, porque ambos se acercan a los sesenta años y deberían ser capaces de solventar sus mierdas sin mi ayuda, como supuestos adultos que son. Y sabiendo que no me queda otra, medio culpable medio cabreada, siendo muy consciente de que esto será otra herida que también perdonaré. Y que no será la última.

Y en medio de todo este asco, miro a mi alrededor y veo mi casa, que ya casi es mía de verdad, a mi Trasto, una perra orejuda y dos gatos destrozones, nos miro a estos cinco bichos que somos y es la primera vez en mi vida que siento que tengo una familia. Mía. Que somos una familia. Y siento mucha de esa paz que se me niega. Y no puedo evitar ser feliz y sonreír. Así que gracias, enanos, y gracias sobre a todo a ti. Por darme lo imposible.

lunes, 21 de julio de 2008

Las niñas de la sombrilla

Disfruto como una enana viendo un documental sobre la historia de las olimpiadas (los que me conocen bien saben hasta qué punto me enloquecen) y, más concretamente, sobre el papel de las mujeres en ellas. Resulta curioso, enternecedor, casi cómico ver a aquellas pioneras disparando con arco con sus sombreros y sus faldas hasta los tobillos, o descubrir que las primeras en ganar medallas en atletismo eran amas de casa, madres de familia. Resulta estimulante recordar cómo aquellas mujeres se empeñaron en demostrar que podían correr, nadar, saltar, lanzar una jabalina, que no iban a romperse en trocitos ni caer desmayadas fuera de sus corsés (y cuántos corsés quedaban todavía) Resulta gratificante ver el graderío plagado de rostros ansiosos, muchos de ellos masculinos, aplaudiendo con ganas los logros de las féminas. Admitiendo, seguramente, que sí, que ellas podían. Y es una gozada, además, escuchar a muchos periodistas, realizadores, cámaras y demás currantes del medio, poner en su lugar a Leni Riefenstahl, vilipendiada tantas veces por haber ejercido su trabajo en la Alemania nazi. Me encanta oír a todos esos profesionales reconocer que fue la mejor, que fue una visionaria, que cambió para siempre el modo de cubrir los Juegos Olímpicos, introduciendo técnicas innovadoras y nunca vistas hasta entonces, técnicas que, depuradas por los avances, se siguen usando hoy día. Porque lo demás es otra historia. La historia que le tocó.
Por eso es tan patético que, un minuto después, el mismo canal deportivo publicite un torneo de fútbol playa y nos bombardeen con imágenes de mulatas en tanga meneando las caderas. Veo eso y, al mismo tiempo, me vienen a la mente las niñas de las sombrillas, las azafatas de mil eventos deportivos, shorts, escotazos y tacones de aguja, todo la mar de deportivo. Me vienen a la mente las chicas en bikini sosteniendo marcadores, posando con las jaurías del público asistente y oyendo las burradas que oirán, en medio de tanta testosterona revuelta. Pienso en toda esa banalidad, en esa imbecilidad de petardeo terracil, en esa asociación de lo deportivo con el macho y en la inclusión en ese mundo de las modelos, las caras bonitas, las niñas anuncio, puro escaparate para recreo de los tíos. Sonrisitas de plástico y cara de devoción sumisa al entregar ramitos de flores (porque los premios, las medallas, las copas, las entregan señores feos con cara de importantes). Pienso en los salones del automóvil (otro universo exclusivamente masculino) con las señoritas estupendas haciendo morritos, lángidamente espatarradas sobre los deportivos. Y pienso en la estupidez absoluta de ciertos periodistas que, aún hoy día, se empeñan en ningunear a las deportistas haciendo comentarios intolerables, del tipo "la guapísima estadounidense", o "María Vasco no es ni guapa ni fea". Como si eso importara un cuerno. Como si, en el caso de María, no estuvieran hablando de una campeona. Como si hubiera que justificarle la estética. Pobrecita. Gana medallas, pero es tirando a corrientita. Se lo perdonaremos, porque gana.
Pienso en todo esto y me cabreo, lo reconozco. Imagino qué pensarían las primeras, las que, seguramente, fueron consideradas unas locas y unas insensatas cuando decidieron que no se conformaban con entregar ramitos de flores. Cuando dijeron que querían correr. Que podían correr. Supongo que ellos no se dan cuenta. Es un mundo falócrata y, obviamente, no van a quejarse de todo aquello que les alegra la pestaña. Sobre todo porque están tan acostumbrados a que se les consienta que lo dan por sentado. Es legítimo. Es normal. Te vas a ver al Rossi apretando orejas y, qué puñetas, también quieres ver jamonas en pantalón corto. Para eso están. Forman parte del decorado. No les parece machista, ni denigrante. Hombre, ya.
Y nosotras, qué? Tampoco es que podamos quejarnos mucho. Las erizas están ocupadísimas con sus miembras y sus chorradas. Nosotras, la mayoría, somos las primeras en comentar si tal cantante ha echado culo, como si eso le influyera en las cuerdas vocales. Y me imagino que ellas, las miles de chicas que sueñan con ser modelos (y qué es eso de ser modelo, sino vivir de tu cuerpo y tu cara bonita, y me imagino que si eso te encanta es porque te encanta que te miren y que te comenten lo divina que eres) están locas por calzarse los shorts y los tacones, pasear palmito y hacerse fotos con el campeón. Y cobrar, claro. Al fin y al cabo es un curro. Está claro que no podemos luchar contra el sistema, porque nosotras mismas lo tenemos más que asumido. Estamos en la rueda y para quedarnos, inmortalizando ese machismo que nos parece (a nosotras y a ellos) tan natural que ni lo vemos. Para qué voy a patalear yo, si María Vasco luego va y se despelota en Interviú, como tantas otras? Para qué lamentarte de que, al final, sigamos siendo trozos de carne, si al final son las trozos de carne las que te miran alzando la ceja (perfectamente depilada) y te llaman retrógrada? Como si el gran logro no fuera el voto, la universidad, el control de natalidad, el divorcio, sino (cómo no me dí cuenta antes??) enfundarse el tanga y saludar con la manita?
Y bueno. Forma parte de la libertad también, supongo. Ganar medallas, enseñar las tetas, ser Premio Nobel o figurín. Allá cada una. Pero a veces, sí, me cabreo. Me cabreo porque me parece patético. Y porque me pregunto cómo se sentirían ellos si jugáramos al mundo al revés. Si en la gimnasia rítmica o la natación sincronizada (feudos femeninos) tuviéramos a unos cuantos maromos en marcapaquete dando ramitos de flores y haciéndose fotos con las asistentes. Si las venerables cincuentonas les dieran palmaditas en el culo y les babearan encima. Si el marcador o la sombrilla la sujetara un efebo rubito y depilado, sonriendo al respetable y saludando con la manita. Por qué no?? Hagámoslo. También sería lícito, no? Reclamemos nuestro escaparate y nuestros trozos de carne. A ver qué pasa.

domingo, 20 de julio de 2008

Óyeme...


A finales de mayo os contaba la historia de mis tíos abuelos Toni y Sabina, primos carnales entre sí, matrimonio, con el alma dividida entre Asturias y La Habana. Ayer supe que Sabina se está muriendo. Quizá ya se haya ido, antes incluso de que yo termine de teclear estas palabras. Quizá no tenga tiempo para despedirme. Ni si quiera sé si quiero despedirme. Qué podría decirle?

Supongo que le diría que, en estos tiempos, 74 años parecen pocos para irse. Le diría que echaré de menos sus historias, sus uñas pintadas de rojo, sus joyas extravagantes, su acento, su risa socarrona, los cigarros que nos fumamos a escondidas, los chupitos de crema de whisky que nos bebimos. Le diría que no tema, que no dejaremos a Toni solo. Que no olvidaremos a sus parientes de Cuba. Que puede partir en paz, porque no permitiré que el olvido se la lleve. Porque la recordaré siempre, y hablaré de ella a mis hijos, a mis nietos, como pienso hablarles de los demás, de Rafa, de Ángel, de María y Julián, de Papín y Mamina, de Amparo y Silvino, de todos los que se vayan despidiendo, de cuantos conocí y de aquellos a los que no llegué a ver, pero a los que conozco igualmente porque otros tuvieron la generosidad de presentármelos, para que sus historias no se perdieran.

Te vas, y podría parecer que tu cadena se rompe. Te vas sin dejar hijos, ni nietos. Pero nos dejas todo lo demás, la sangre, la vida, los momentos. Ten por seguro que los que están por llegar, sabrán de la tía Sabina. Buen viaje. Nos vemos allá.

miércoles, 16 de julio de 2008

El pintor


Releyendo a Zafón recordé una de esas historias curiosas que viví hace unos meses y en la que no había vuelto a pensar. Podríamos decir que todo empezó hace unos tres años, cuando servidora pateaba museos y galerías cuaderno en mano, ejerciendo de crítica de arte y por amor al arte. Semejante tarea me permitió descubrir parte de los entresijos del mundillo (o, al menos, la parte de él que se puede ver en provincias), y comprobé que por esta feria de las vanidades campan jetas, ignorantes, snobs, aduladores, artistillas de medio pelo que se hacen los malditos, galeristas chupasangres, mecenas analfabetos, cretinos, fantasmas y pedorras a mansalva. Embadurnadores de lienzos que le dan a la oratoria y quieren convencerte de que un manchurrón simboliza "la angustia vital y desgarradora del hombre moderno ante la inevitabilidad de la muerte del YO". Aaaaaahhhh, qué interesante, oiga. Observas las reacciones. La mitad del rebaño abre la bocaza, impresionados ellos, pasmándose de lo mucho que habrá estudiao este muchacho pa hablar así de bien. Fïjate, Maruja. Lo borricos que somos, que pensábamos que eso era una mancha. Entre tanto, el resto de la manada nos sonreímos disimuladamente, fingiendo seriedad y tratando de no explotar en carcajadas, haciéndonos guiños cómplices. Puede repetir, por favor? Cómo era?? El desafuero interno existencial experimentado por el vecino del quinto, en contraposición al cabreo de su señora por la subida del ajo puerro???? En fin. Listillos.

Lo bueno es que también están los otros. Los artistas honestos, que, generalmente, son, además, humildes, sencillos y no venden humo ni lo pretenden. Incluso los más excéntricos, que, me barrunto, se disfrazan de genios locos por timidez o mera diversión. Gente que te muestra sus obras y son lo que son. Un paisaje. Una mujer pensativa. Unos monaguillos jugando. Gaviotas. Tejados. Nueva York. Venecia. Un pueblito asturiano. Un carnaval bufonesco. Una sátira mordaz en la que el juez es un pingüino (también conocido como "pájaro bobo"). Manchas de tinta, porque, sin más, "me gustan las formas y los colores". Simplemente. Cosas que cualquiera puede entender, que pueden gustar o no, pero que son honestas. Uno de esos artistas de verdad, seguramente el que más me gustó, es Adolfo Estrada. Recuerdo que sus cuadros me dejaron embobada por completo. Nunca me resultó tan fácil escribir sobre una exposición. Lo que dije debió gustarle, porque días más tarde su galería habitual en Gigia recibió un paquete a mi nombre, que contenía un dibujo suyo, dedicado y firmado. Recibí otros regalos de otros artistas, y todos son tesoros para mí, pero el de Estrada es la joya de la corona. Sin duda.

Hace pocos meses, buscaba imágenes de sus obras para ilustrar alguna entrada de este blog, para compartir con quienes me leen el talento de este hombre. Los misteriosos caminos de internet me condujeron a un foro de búsqueda de personas. Una mujer, en Argentina, buscaba a un pariente lejano y desconocido, un tal Adolfo Estrada, pintor, residente en España. No me lo pensé. Le envié un mail contándole que le conocía, expresándole mi admiración por él, relatándole lo encantador que había sido conmigo, su generosidad, y ofreciéndome para conseguirle la dirección a través de la galería. Al día siguiente, la respuesta de la mujer me hizo reír. Me daba las gracias de corazón, pero justo acababa de regresar de la Villa y Corte, de pasar quince días con aquel anciano pariente, intercambiando historias y fotos, nombres y anécdotas, conociéndose mutuamente. Más curioso aún: no hay uno, sino dos Adolfos Estrada, ambos artistas, el uno pintor, el otro, además, escultor. Le pregunté a la mujer cuál de ellos era el suyo. El suyo era el mío. Hace muchísimos años dos hermanos dejaron Asturias rumbo a las Américas. Uno probó suerte en el norte, otro en el sur. Uno de ellos se convertiría en el padre de un pintor extraordinario. Los descendientes del otro buscarían su rastro por los vericuetos de la red, tropezándose con otra asturiana que tuvo el honor de conocerle, y que reserva un lugar de honor sobre su cama para colgar su regalo.

Este es mi más reciente pequeño misterio. Os dejo el relato y una imagen que, espero, os explicará su belleza.

martes, 15 de julio de 2008

Zafónica perdida


Tocó noche movida en El Ñeru. Y no por los críos, criaturitas, que a las doce y media roncaban como angelotes morunos (nótese que ha sido buena idea eso de que el turno de noche, el más chachi guay, se pusiera las pilas y empezara a quitar pagas, hartos como estábamos de que cada maldita noche, lo mismo de lunes que de sábado, aquello fuera una romería insufrible). Como decía, el problema no fueron los chiquillos, sino un pertinaz ataque de insomnio que fue amenizado con las páginas de Zafón. No os preguntaré si conocéis a Zafón, porque todo el mundo tiene el gusto a estas alturas, aquí y en San Petersburgo. Diré simplemente que el 23 de Junio (víspera del pérfido San Juan), me hice con El príncipe de la niebla, y, el martes pasado, esto es, hace una semana, completé con Las luces de septiembre, Marina y La Sombra del viento. Fue a través de esta última que conocí al ínclito, gracias a mi Primi, que, como tantos otros, se quedó obnubilada con la genial novela y decidió prestármela. Por fin, años después, la tengo en mi poder (mía, sólo mía, mi tesoro) y escoltada por sus compañeras. Total, que fui inmediatamente poseída por la fiebre Zafónica y, a día de hoy ya he devorado las tres primeras y más de la mitad de La sombra del viento, de la que estoy disfrutando tanto o más que la primera vez. El Príncipe me llevó un par de tardes, las otras me las zampé en ocho días. Digo "me las zampé", porque La sombra no pasa de esta noche. Si lo sabré yo.

No repetiré todo ese rollo que solté hace unos días sobre el universo Zafón, que me hace sospechar que, de niño, devoraba como yo y con idéntica voracidad a María Gripe y otros autores de novela juvenil. Me lo barrunto porque, salvando las distancias (nunca mejor dicho) con la sueca (los Valar la tengan en su gloria por tantos buenos y malos ratos), el ambiente oscuro de sus novelas, el gusto por la intriga, los secretos, los asuntos pendientes de los muertos, los hilos invisibles que unen el más allá con el más acá, son más que parecidos. Zafón, como María, empezó con la novela juvenil, de esa que da gusto leer a los 15 y a los 30, porque sus protagonistas son niños y jóvenes, pero no son idiotas, ni ñoños. Y porque les pasan cosas duras, sórdidas, aterradoras incluso. Porque se las ven con la realidad de la muerte, del padre verdugo, del hambre, de la pérdida, la lucha, el miedo. Todo ello aderezado con la magia de los primeros amores (que no siempre tienen su final feliz), y de esas amistades cuyos lazos no se rompen nunca.

Zafón es de los que entretienen y enganchan desde la primera línea, porque no sólo cuenta buenas historias, además las cuenta bien. No importa cuántas tramas se solapen, al final todo casa a la perfección, encajando como un puzzle, sin fallos, sin cabos sueltos, sin embrollos innecesarios ni finales de perogrullo. Sus personajes son sólidos, complejos, llenos de matices y absolutamente creíbles. No sólo los sufridos protagonistas, hasta el último personajillo está logrado por completo. Es más, cualquiera de los secundarios enamora más y mejor que el héroe. Víctor Kray, el marino; Lazarus Jann, el fabricante de autómatas; Germán Blau, el perfecto caballero, pintor sin pinceles; Florián, el policía fracasado; Luis Claret, el sirviente fiel; Eva Irinova, la dama misteriosa; Anacleto Olmo, el Gongorino; Federico Flaviá, el relojero encantador; Isaac, el diablillo custodio de libros; Gustavo Barceló, el fanfarrón coleccionista; Miquel Moliner, el amigo bohemio y leal; La Bernarda, pura inocencia y fidelidad; y, por encima de todos, el absolutamente genial e indescriptible Fermín Romero de Torres, certero, extravagante, socarrón, cínico, lúcido y adorable. Uno de esos personajes que no se olvidan jamás.

Obviamente, media un abismo entre las primeras novelas juveniles y La sombra del viento, mucho más adulta, compleja y, sencillamente, mejor escrita. De hecho, ya media un abismo entre El príncipe de la niebla y Marina. Pero todas ellas, desde la primera, prometen. Y en todas ellas está el sello de Zafón, perfectamente reconocible en sus sombras, sus monstruos con garras y colmillos, sus gatos misteriosos (toda una obesión la de este hombre con los gatos que, a todas luces, no acaban de caerle bien), sus palacetes en ruinas, sus estatuas en jardines tenebrosos, sus callejones, sus gárgolas, su malvado implacable, su compra venta de favores y almas, sus deudas imposibles, y, casi siempre, su amada Barcelona, un personaje más entre sus páginas. Zafón tiene un universo particular y propio que reencontramos en cada novela, un universo poblado de misterios y seres pavorosos, que lo son sencillamente porque encarnan esos miedos de la infancia que nunca superamos...

... quizá por eso, por la sobredosis Zafónica de los últimos días, la pasada noche apenas dormí tres horas, y, además, me desperté varias veces con la certeza de que había alguien en mi habitación de educadora. Y en cada ocasión me espanté con el sonido de mi propia respiración, y vi mi dormitorio distinto y tenebroso, confundida por la neblina del sueño del que intentaba salir a la desesperada, convencida de que estaba dando patadas y manotazos y aterrada al despertar y comprobar que aún estaba bajo los efectos de la parálisis del sueño, ese estado terrible en el que la mente ya está despierta pero el cuerpo no obedece, en el que los ojos ya ven, pero aún no distinguen si la sombra amenazadora es real o es un resto onírico y, para colmo, ni un sólo músculo responde, por lo que no puedes alargar el brazo y encender la luz, ni cubrirte la cabeza con las mantas en ese gesto infantil e instintivo de protección. Sólo puedes cerrar los ojos y tratar de calmar los latidos desbocados, y volver a alzar los párpados tras un minuto eterno para comprobar si al fin la pesadilla se ha ido del todo, si las sombras se han esfumado y sólo queda lo real, lo reconocible, lo inofensivo.

La buena noticia es que aún me quedan por descubrir El palacio de la media noche, y su última obra, El juego del ángel. Y soy lo bastante masoca como para estar deseando que caigan en mis manos. Tened cuidado con Zafón. Puede resultar adictivo, incluso a pesar de las pesadillas.

viernes, 11 de julio de 2008

Esto es la guerra

Supongo que ya os había dicho que nos han devuelto al Cherokee. Con sus supuestos 16 años, que son tan reales como mis 15, y que se convierten en 21 en nuestras barbas, 24 para los vigilantes de seguridad y, en cualquier caso, la cantidad que al fulano se le antoje en cada momento y dependiendo del auditorio. Se lo está montando bastante bien. Nunca provoca enfrentamientos directos, es más listo que todo eso. Organiza motines por lo bajo, sirviéndose de los más idiotas como carnaza. Dedica sonrisas zalameras a los otros machos de la casa, educadores y seguratas, haciéndoles incluso el honor de recibirlos en su aposento cada noche para charlar (de tú a tú, de hombre a hombre), aposento al que las hembras no tenemos derecho a acceder. Según él, claro. Nosotras, rebosantes de miel y encanto femenino, le recordamos que, si pagara su estancia, su ropa y su comida, quizá podría permitirse el lujo de reservarse el derecho de admisión. Quizá. Mientras tanto, y ya que sólo es un chiquillo de 16 tiernos añitos, tendrá que fastidiarse con lo que hay. Y si se aburre, puede matar el tiempo buscando la palabra "misógino" en el diccionario. Seguramente saldrá su foto.
El nota es un crack, desde luego. En sus tres años de estancia en España, se ha recorrido todos los centros habidos y por haber. Ha visto más piel de toro que todos los educadores juntos. Una joyita. Su plan de vida es levantarse tarde, pasar de las clases, exigir comida, ropa, dinero o lo que se tercie, protestar, insultar, dar portazos, mirarnos con desprecio, salir por ahí y volver cuando le da la gana. Molestar, lo que se dice molestar, molesta poco. Quiero decir que no tira disolvente a los ojos de otros críos, ni intenta sacudirnos. Encantador, vaya. Evidentemente, sabe que no ha convencido a nadie con sus supuestos 16 años (salvo a los tontos del haba de la asosiación benéfica que nos lo volvieron a encalomar, escandalizados del mal trato que le habíamos dado a la inocente y beatífica criatura de los cojones) Sabe que el fiscal está que trina con eso de que se hayan pasado por el forro su dictamen. Y sabe que todo ese embrollo está en proceso de impugnación. Y nosotros, claro, con los dedos cruzados y sin ninguna pena. Deseando que se largue, que lo echen, que lo deporten o que le vayan dando. Por nuestro propio bien, el de los críos, el del proyecto y porque estamos hartos de ser los últimos monos de la feria, cornudos y apaleados.
A Bobo, entre tanto, también se lo llevaron. Tras un ataque de ira brutal contra una educadora (ataque patrocinado por Disolventes Acme) y la intervención salvaje de una especie de cuerpo de élite maderil expertísimos en temas de extranjería, que entraron en el centro como apisonadoras, en plan ejército, nos lo dejaron ingresado en psiquiatría, donde no le quedó otra que acceder a comer como una persona, dormir como una persona, asearse como una persona, medicarse como una persona enferma (que es lo que es) y resignarse a abandonar los inhalantes. Cosa que, por otra parte, siempre intentó hacer en vano. Tras un par de semanas, se lo llevaron a un centro semicerrado (el de mi tío, el culpable de mi vocación) mientras ultimaban su ingreso en un centro de desintoxicación (conocido en estos lares como "La Roca") Bobo estaba contento, porque era eso lo que quería, lo que le suplicaba a Consejería y al fiscal. Un centro cerrado, por favor. Donde no haya forma de consumir, donde no pueda hacer daño a nadie. Lo malo es que su voluntad flaqueó de nuevo y exigió volver a El Ñeru, a su casa, como él mismo dice. Y todos: médicos, psicólogos, psiquiatras, consejeros, fiscal, todos ellos, opinaron que sí, por qué no, un chaval de 15 años, adicto al disolvente, enfermo mental y potencialmente agresivo, estaba perfectamente capacitado para decidir por si mismo qué era lo mejor. Ahí queda eso. Bobo ha vuelto a casa también y nosotros hemos dicho adiós a las dos semanas de paz, tranquilidad y silencio. Aguantó 48 horas sin colocarse (todo un record, la verdad) y una semana hasta provocar un altercado con denuncia de por medio. Volvemos a las negociaciones incansables, a medir cada palabra para no despertar a la bestia, a los ataques de cariño, de pena, de arrepentimiento, de ira, de risa... Volvemos a estar agotados, asfixiados por un menor que reclama atención constante. Y de repente... una crisis mística. Bobo ve la luz, o cree haberla visto. Tras dos días de melancolía, decide ser bueno, no consumir, ser el Bobo auténtico, desoyendo las voces de su cabeza. Se pasea por la casa con el Corán en la mano, reza cinco veces al día, está sereno, de buen humor, bromea, no dice tacos ni insulta, no consume, hace sus tareas sin protestas, no nos chantajea, se acuesta a su hora, se levanta. Cuánto durará esto? Cómo pretende el sistema que este chiquillo gane la partida sin ayuda? Por qué te dejan a tu suerte, Bobo, a merced de las voces y el disolvente?
Rivaldo vive en colocón permanente, no duerme ni come, no aparece por casa. Cuando aparece, al menos, nos sonríe y no molesta. Lástima de crío. Pumuky se apunta a la moda de la pensión, entrando y saliendo cuando le da la real gana, escudado en sus sordera y haciéndose el sordo más aún de lo que está. Fritz, el más joven, se ha ido de vacaciones con una hermana casada que vive en otra provincia. La pobre chica llamó hace unos días, aterrada y muerta de preocupación. Fritz le ha contado que todos los chavales del barrio están aquí, en el centro, con él. La flor y nata de Tánger. La chica, que los conoce, que sabe a qué se dedicaban en Marruecos, teme que su hermano, de sólo 14 años, termine como ellos. La tranquilizamos. Es buen estudiante, va siempre al instituto. Jamás ha consumido. Pero sí, empieza a salir hasta tarde. Y sí, a veces juega a ser malo y nos amenaza con gesto chulesco que, de momento, sólo nos provoca risas. Ya usa lenguaje obsceno, sin saber ni qué dice. Ya imita a sus compañeros, en definitiva. Nuestra estrategia consiste en tranquilizarla y, al mismo tiempo, confirmar sus temores. El centro no es sitio para Fritz. Es un niño, es maleable. Y es una pena, porque promete. Estaría mejor con ella, supervisado por ella, en familia. Por el bien de Fritz, estamos intentando que su hermana solicite la tutela. Con nuestras bendiciones.
Quién apareció la otra noche, de visita?? Canijo!!! Fugado de su centro (de nuevo el de mi tío, al que no paramos de enviarle regalos), educadísimo y amable (como si no le hubiéramos enviado allí por sacudirnos y ofrecerse amablemente a follarnos a todas), acompañado de un crío incluso menor que él (si Canijo es una albondiguita enfurruñada de 13 años, el otro debe tener 10 como mucho) y preguntando por Bobo (que nos dijo textualmente: "no estoy. No quiero verles. El niño pequeño consume más disolvente que nadie en el mundo". Cuánto será eso para que se escandalice Bobo!) Hicimos una llamada y aparecieron a buscarlo. Calculo que estará en camarillas una temporada.
Y qué hay de Chiqui? Bien, sólo en esta semana la lista de incidencias consta de: ni clases, ni tareas, ni venir a dormir, colocones superlativos, amenazas, traerse a una chiquilla a casa (que Abderramán sacó a rastras espetándole que si estaba loca o acaso pretendía que la violaran), robarle un perro a unos feriantes (imaginamos que pensó que, si no podía tener esclava sexual, al menos un perro para jugar), robar comida, robar dinero, llamar putas a todas las educadoras, agredir a una de ellas físicamente, a varias sexualmente, agredir a un educador, provocar a los seguratas, asegurarle a Jefa que la iba a matar y alguna cosa más que seguro que olvido mencionar. Y ahora, el broche de oro. Ayer, con las fieras tempranito en la cama (salvo por los tres que no vinieron a dormir), y con servidora haciendo informes, Brun se dio un paseo por la casa. Oyó un golpe en la habitación de Chiqui y entró a explorar. Una ventana abierta, batida por el viento. Vio bolsas de plástico bajo la cama y se dispuso a recogerlas, convencido de que contenían trapos empapados en disolvente. Y sí. Pero había más. Algo que brillaba, escondido a medias bajo el colchón. Un machete. Cuando salía del dormitorio con semejante trofeo en la mano, Bobo lo vio desde su cama y se puso pálido. "Guárdalo, escóndelo!" le suplicó. Me lo enseñó en el despacho y sentí miedo por primera vez, verdadero miedo. Era un arma casera, hecha a mano, tosca y muy fina. Pero medía unos veinte centímetros (eso sólo la hoja) y estaba realmente afilada. Axel, uno de los seguratas, la estudió pasmado. Basta pero artística, sin duda. Curvada, como una cimitarra, al estilo árabe. Parece obvio que alguno de los marroquíes del otro centro está aprovechando muy bien sus talleres de formación profesional. Porque no creemos que haya sido uno de los nuestros. No estudian nada que les permita fabricar algo así, no tienen los medios. Además, en casa no pasa nada que Bobo no sepa, y su cara fue de auténtico espanto. Alguien le ha dado un machete a Chiqui. Seguramente se lo han vendido. Y, si la moda se extiende, la cada vez más prolífica población de menores marroquíes de Vetusta acabará armada hasta los dientes. Aquí, en plena tierra de Pelayo. Es la Re-reconquista, en nuestras narices.
Llegó el turno de mañana. Coco no daba crédito y Sapito tuvo un ataque de risa nerviosa. Esto ya es el acabóse. Habría pagado por ver la cara de Jefa, constantemente amenazada de muerte por Chiqui. Qué habrá pasado? Habrán llamado a la policía? Lo único que sé es que el machete está bajo llave, y que esta noche curro. Que Alá me dé paciencia y valor. Seguiremos informando.

lunes, 7 de julio de 2008

Fecha de caducidad


Nunca pensé que la vocación podía ser temporal. Supongo que estamos demasiado influenciados por el concepto de "para toda la vida". En el amor, en las amistades, en el piso, en el trabajo. Queremos algo eterno, fijo, estable. No se nos puede recriminar en exceso, creo. Al menos en estos tiempos de inestabilidad total. O sí? Hemos perdido completamente el afán aventurero?

Siempre hay personas inquietas, volátiles, que se asfixian moralmente al imaginar relaciones largas, los mismos muros, la mitad de sus vidas en la misma oficina. Todavía quedan osados de esos que se plantan en Australia (hola, Primi!) a ver qué pasa, con la vaga idea de mantener un curro un par de años, ver mundo y, de paso, mejorar el inglés. Sin demasiados planes. Si me canso, vuelvo. Si la cosa va bien o aparece algún surfero interesante, lo mismo me quedo. O no. Quién sabe?

Pero la mayoría de la gente, o eso parece cuando escuchas sus proyectos de vida, aspiran a la estabilidad. Y, cuanta más, mejor. No es de extrañar, claro, que luego andemos todos medio enfermos de rutina. Porque, en principio, nadie elige la estabilidad para aburrirse. Calculo que el médico cree firmemente que su labor profesional será apasionante. Y lo mismo pensarán el abogado, el contable, el bombero, el recepcionista, el fontanero. Obviamente no somos tan ingenuos, no es que estemos convencidos de que cada día será una odisea apasionante. Dios santo, qué epopeya. Digna de ser escrita, tú. Me levanté a las seis y media. Me duché (y a punto estuvo de acabárseme el gas, qué emocionante!!) Desayuné cereales y un zumo de piña. Me planché una camisa, porque estaba hecha una cuerda. Por poco la quemo. Salí de casa a medio peinar. No me acordaba de dónde puñetas había dejado el coche, así que cogí el bus. Qué aventura, colega. Qué fuerte! Como sardinas en lata íbamos. Arreó el tipo tres frenazos por la avenida que casi me estampo contra un abuelete. Y luego en la ofi ya, ni te cuento. El acabóse. Trescientas fotocopias tuve que hacer antes del café. Qué subidón. La secretaria de baja por gripe. Guau. Me salía la adrenalina por las orejas.

Sin llegar a tales extremos, imagino que cada cual aspira a una vida laboral que le permita vivir con cierta comodidad y que no le mate de tedio. Luego, claro, entran las prioridades de cada uno. Habrá quien prefiere un cheque con muchos ceros para compensar el aburrimiento, y habrá el que esté dispuesto a sacrificar una buena soldada con tal de sentirse más realizado. Pero casi todos, insisto, estamos por la estabilidad. Hasta mi padre, que quería ser pirata, se motivó principalmente por la pasta. Mucho más, en cualquier caso, por la promesa de lugares exóticos y mujeres exuberantes. Que también. Las mujeres especialmente. Y es que no hay nada que te baje los humos aventureros con más facilidad que una hipoteca.

Pero luego hay trabajos y trabajos. El mío, por ejemplo, es de los vocacionales cien por cien. Porque está claro que no se soportan las condiciones por el sueldo. Soy una mileurista del montón, de las que sobreviven sin lujos ni los necesitan. Para mí, gastarse treinta euros en tres libros de bolsillo y unos cedés de música clásica ya es suficiente despilfarro y festival consumista. No me hace falta mucho más. La estabilidad, eso sí, era un sueño, una quimera, una auténtica lotería que me tocó por fin allá por diciembre. Una promesa que me hizo respirar tranquila y despedirme mentalmente de las épocas en las que no podía permitirme salir a tomar un café a partir de mediados de mes. Libros de bolsillo ni mencionarlos.

Mil euros al mes son suficientes para vivir con dignidad y sin asfixias, comprar en las rebajas a seis lerus la camiseta y diez los vaqueros (me temo que nunca he pagado más por unos pantalones, ni creo que lo haga en mi vida, porque de tanto escatimar me he vuelto muy mirada, avara diría yo, al menos para lo mío) y veranear en Llanes, que es un sitio precioso y barato, perfecto para quienes no necesitamos El Caribe para sentirnos ciudadanos con todas las letras. Mil euros al mes son suficientes para sentirse realizado, útil a la sociedad, para sentir que estás haciendo algo por el mundo, devolviendo parte de lo que la suerte te regaló, por puro azar, sólo porque el cosmos, en una de sus aleatorias piruetas, decidió que nacieras en la cara buena del mundo.

Siempre supe que no valdría para una oficina, para cuatro paredes, para tratar con papeles o con objetos. Siempre tuve claro que quería la lucha, el contacto con el ser humano, y, a ser posible, con su supuesto lado oscuro. Y ayudar a cuantos fuera posible a buscar su propia luz y un lugar en este mundo de lobos. Hasta ahí llegaba mi afán aventurero y para mí era bastante. Porque, afortunadamente, siempre pude contar con mis tecleos para aliviar mayores ansias de fantasía liberadora y escapista. Y sin daños colaterales. Siempre tuve armas suficientes en mi ilimitada y retorcida imaginación para suplir momentos de mi vida con otras vidas, para ser monja, puta, asesino a sueldo, madre luchadora, astronauta, bruja en el torreón, vagabundo, poeta maldito, judía en Varsovia, domadora de dragones o feroz vikingo rubicundo. Episodios de magia gratis para huír de la cruda realidad. Porque así soy, porque necesito ambas cosas. La cotidianeidad más despiadada y el ensueño más esquizoide. Porque cada mitad da sentido a la otra y me curan cada una en su reflejo.

Pero esto, lo que me he encontrado, doblega cualquier vocación, por férrea que sea. El sentimiento es de absoluta impotencia ante la devastadora realidad, de total desencanto ante el fallo constante del sistema, de agotamiento ante la falta de apoyos, de abulia frente a la imposibilidad del gran cambio, de la gran luz que mejore el mundo. Me golpea la certeza de la inutilidad. Lo mismo da que sea yo o que sea otro cualquiera. Esto es lo que queda de mi vocación, antaño inasequible al desaliento. Miro al futuro y calculo con absoluta frialdad. Y sé que no pondría los pies en esa casa si estuviera embarazada, por ejemplo. Que la empresa tendría que mantenerme tranquila en mi casa y paseando mi barriga por la orilla del mar. Calculo que no dormiría una sola noche más en ese antro de porquería si tuviera una criatura esperándome. Calculo que mis vértebras y mi humor no resistirán hasta la jubilación, ni mucho menos. Que me importan un cuerno estos cafres, su luz y su futuro. Que nunca fue tan fácil no caer en el error de encariñarse con ellos. Que si resisto es por esos mil euros, por permanecer inalterable donde otros están abandonando en masa, con vistas a uno de esos pisos de subsaharianos en los que no hay una voz más alta que otra, en los que se respira paz y respeto, y hay sonrisas, orden y tranquilidad, donde los chicos son hombres que saben lo que quieren y pelean por ello, donde una mujer puede ir a trabajar sola, sin guardias de seguridad, donde es sencillísimo sentirse útil y acallarse la conciencia, y mantener la vocación sana e intacta. Ese es el destino que espero poder exigir algún día en la Fundación, para largarme sin mirar atrás y sin el menor problema de conciencia. Porque la ilusión da paso a la frustración, luego a la indiferencia y finalmente al egoísmo. Porque quiero mis mil euros y no necesito ganarme el cielo. Prefiero ser útil sin tanto esfuerzo, gracias. Mi vocación era de educadora, no de mártir.

Conclusión? Que no me veo en esta cárcel dentro de diez años. Que aspiro a otros centros, a otros niños, a otras etnias incluso. Que no descarto renunciar a más ceros e incluso a la realización y volver a los masajes, los barros, el chocolate y la presoterapia. A dar conversación a las señoras aburridas y prometerles ese cuerpo perfecto que nunca tendrán. A regresar a ese culto hedonista que tan poco me gusta. Porque tiene sus compensaciones, claro. La sonrisa de una anciana a la que sus hijos regalan el primer capricho de su vida. Poder cuidar durante una tarde entera a quien se pasó la vida cuidando de otros. Aliviar un dolor pertinaz. Relajar los pies de la futura madre primeriza, o la espalda del deportista. Comprobar lo hermosos e imperfectos que son los cuerpos humanos, lo viva que está la piel. Experimentar la magia de los sentidos, y que un hombre ciego te diga que tienes alas de seda en las manos. Cobrar un cheque más pequeño e irme a casa reventada, sin realizar, sin cambiar el mundo, pero tranquila. Eso no siempre se paga con mil euros. A veces cuesta mucho menos.

miércoles, 2 de julio de 2008

Cuando todo es tan lícito

Un buen día me sorprendió la certeza de que los sentimientos no entienden de derechos. Muchas veces he tenido la sensación de aprender cosas así, tal cual, sin pensarlas si quiera, sin haberlas vivido antes. Como revelaciones. Los sentimientos, decía, no entienden de legitimidad. Aparecen, ahí están, nos asaltan sin más y poco les importa que nos pongamos razonables.
Por qué nos atrae de repente una persona que siempre nos demostró interés, justo cuando lo pierde? Por qué sentimos celos de la nueva pareja de alguien a quien dejamos, a quien no podíamos soportar ni un minuto más? Por qué alguien nos cae fatal de entrada, sin motivos aparentes, y otros nos encandilan desde un principio? Por qué alguien puede sentir un dolor profundo y terrible ante situaciones que a nosotros nos dejan indiferentes?
Sencillamente no tiene explicación ni lógica. Porque hablamos de sentimientos, y ellos juegan en otra liga. No atienden a razones. Por eso es inútil debatir si tenemos o no derecho a sentir algo, por absurdo que sea. Lo tenemos. O no lo tenemos. Pero lo sentiremos igualmente. Y con esa certeza debemos aprender a vivir.
Tema aparte es si tenemos derecho a expresar, a materializar. Quizá yo no te soporte, pero eso no me da derecho a humillarte ni a portarme mal contigo. Quizá te invadan instintos asesinos al ver a tu ex pareja felizmente casada, pero no tienes derecho a asfixiarla con una corbata. Seguramente ni siquiera tienes derecho a decirle cómo te sientes. A demostrárselo. O quizá sí?
Cuando me asaltó toda esta revelación sobre legitimidades de la entraña, opté por no preocuparme demasiado. Escucharme a mí misma y a los demás, respetar miserias propias y ajenas (entendibles o no) y tomar buena nota de ellas. Seguramente me parezca una idiotez no poder mencionar a los gatos delante de mi vecina. Ridículo. Pero le molesta, le hace daño, le ofende, y eso debería ser razón suficiente para tenerlo en cuenta y hablar de perros. O del tiempo. Hay mil temas de conversación. No cuesta nada. Ya hablaré de gatos con quien disfrute de ellos.
Pero qué hacer cuando nos chocan las competencias? Qué hacer cuando se pisan derechos y legitimidades? Qué hacemos cuando tu derecho inviolable a expresar una opinión se estampa contra el mío a sentirme herida? Cómo demonios lo arreglamos, cuando yo no deseo que te reprimas y tú no deseas herirme? Dónde encontramos el equilibrio? Cómo hago para ignorar mi dolor cuando tú necesitas hablar, decir lo que piensas? Yo, la gran defensora de la sinceridad, del diálogo, del debate, de compartir todos esos miedos, las dudas, las opiniones, incluso la más absoluta visceralidad?
Es un consuelo comprobar que el dolor no muerde en balde, que siempre nos enseña algo si estamos dispuestos a aprender. Pero a veces resulta aterrador comprobar a qué precio, lo caras que son ciertas lecciones. La vampira hambrienta pierde su lengua de cuchillo y su facilidad pasmosa para abrirse, obsesionada con el terror a ser malquerida de nuevo, a dejar de merecer una magia que no se atrevía a soñar y terminó encontrando. Así que no sólo aprendió, también desaprendió. Y se encuentra hoy perdida y asombrada de sí misma, porque calla cuando debería hablar y espera que los demás callen también. Y si no lo hacen, se siente herida al comprobar que su falacia de perfección no existe. Que se le ven las grietas. Y si ya no me quieres, y si ya no te merezco, y si acabo de empequeñecer ante tus ojos? Pánico. Horror.
La vampira verborreica se descubre muda. Se descubre ofendida cuando alguien ejerce su derecho a hablar, a compartir, el derecho que ella siempre defendió, la lección que creía tan bien aprendida desde la cuna. Qué nueva paradoja es esta que me encuentro?
Quiero seguir escuchando, quiero que todos me hablen, no quiero que nadie se sienta jamás acallado por mi causa. Callarse es un error. Aprenderé a encajarlo, tal y como espero que aprendan a encajarme. Aprenderé (otra vez) a no callarme yo, a no dejar que el miedo me tape la boca, a no permitir que el dolor se me enquiste.
Háblame, porque es tu derecho y lo quiero para ti, para mí, para los dos.