Se llamaba Luisa y dejó el pueblo a los catorce o quince años para "ir a servir" a la capital. Una salida bastante habitual en sus tiempos. Era la mayor de nueve hermanos, gemela de otra que moriría joven, maltratada por un marido no mucho peor que otros de entonces y enferma de los pulmones, dejando atrás un hijo que apenas la sobrevivió. Pero esa es otra historia. Luisa llegó a la capital, decía, y entró a trabajar en casa de unos señores ricos, dueños de un piso espectacular frente al Teatro. Planchaba y fregaba de rodillas, a la antigua usanza. Acababa de empezar su nueva vida cuando empezó la guerra. Estaba sola, incomunicada, inquieta por la incertidumbre que espolearía a los suyos allá lejos, en el pueblo, en el fin de su mundo. Pero así era la vida. Una explosión le llenó la cara de metralla, aunque tuvo la suerte de que la cosa no fuera más grave. No le quedaron marcas. Dicen que trabajaba con una eficacia asombrosa para su corta edad. Se ganó la confianza de los señores y logró ascender en la jerarquía doméstica. Empezó a mandar, a organizar, a supervisar y a criar a los niños de otra.
Se le pegaron los aires de la ciudad como a ninguna de las hermanas que la siguieron. Algunas de ellas, cuarenta años después de instalarse en la urbe, seguían siendo tan de aldea como el día que nacieron, incluso cubiertas de joyas en sus días más prósperos. Luisa, no. Luisa tenía maneras suaves, la voz tranquila y una elegancia que supongo sería innata. Había salido a la rama pálida y celta de la familia. Rubia, blanca, de ojos azules, menuda. Imagino que tuvo sueños, miedos, planes. No se los conocí. La gente de antes, por lo visto, se limitaba a vivir y a trabajar. Se casó, imagino, con el novio que le tocó en suerte y que se decidió a cortejarla. Resultó también un marido no mucho peor que tantos otros. Bebedor, dueño de su casa y de todo lo que en ella había, esposa incluida. Con fama de violento, aunque nunca se supo si lo era con ella. Un policía nacional que, desde niña, me resultaba siniestro y peligroso. Le recuerdo gordo, con el pelo cano, la voz rota y unos ojos claros que me asustaban. Recuerdo una sonrisa que nunca me convenció. Le recuerdo arrogante, zafio, palurdo y vocinglero, completamente opuesto a ella. Recuerdo también sus últimos días, menguado y hosco, tomándose la medicación con coñac, rudo y protestón, esclavizando a la hija y gruñendo a las enfermeras. Correoso hasta los noventa y uno.
Luisa no vivió para enterrar a su marido. Años antes fue perdiendo lentamente la cabeza e incluso en ese trance resultó dulce y sonriente. Sólo durante un breve lapso de tiempo se volvió rebelde, usando un lenguaje que jamás se le había conocido y dirigiendo furiosas miradas al esposo, para, a renglón seguido, lamentarse en voz alta de que no se muriera de una maldita vez. Al final, empezó a confundirle con su padre, así que le dedicaba sonrisas llenas de afecto y palabras tiernas que él esquivaba con su habitual brusquedad. No recordaba a sus propios hijos, pero se le iluminaba el rostro al verles. "Ha venido ese" exclamaba contenta. "Esa me quiere mucho", añadía. No sé si recordaba al otro, al primero, al que perdió y lloró con tanta amargura, aquel bebé que dejó enterrado en una ciudad lejana, el primer destino de su marido. Aquel al que siempre llevó en el alma y cuyo nombre otorgó a su otro hijo varón.
Hace poco me enteré de uno de esos secretos oscuros que toda familia tiene. Luisa, la infatigable trabajadora, la perfecta madre y esposa, la amiga ejemplar, la siempre suave, elegante y discreta, confesó a sus hermanas que, hace más de medio siglo, se supo de nuevo embarazada de aquel marido al que jamás abandonaría, pues era suyo hasta que la muerte los separase, como se esperaba de toda mujer decente, y optó por un aborto clandestino. Tan clandestino y tan pecado era que las mujeres jamás lo nombraban, como si la mera palabra invocara fuerzas funestas. Las mujeres de mi tierra usaban otra palabra, una que me resulta escalofriante e infinitamente más dura. Luisa se supo embarazada y lo "estrozó". Suena macabro. Sólo llego a imaginar (y seguramente de lejos) las razones que llevaron a Luisa a tomar esa decisión. Imagino su dolor y su miedo. A lo que iba a hacer, a los peligros que entrañaba hacerlo, a que se le descubriera, a las consecuencias para su salud y para su buen nombre. Intento imaginar también cómo las mujeres se aconsejaban, de qué manera se susurraban las oportunas direcciones, qué excusas contaban a sus esposos, con qué pavor se presentarían en a saber qué sitios, en manos de quién se pondrían, el techo de qué sala de tortura mirarían mordiéndose los labios aterradas, quizá llorando, avergonzadas, culpables, quizá rezando para no morir desangradas o rogando al temible Dios de entonces que las perdonara. Intento imaginarlo, pero no sé si alcanzo siquiera.
Se llamaba Luisa, era una mujer de pueblo que se fue a la capital a trabajar. Era madre, y esposa, y seguramente iba a misa cada domingo. Aguantó la vida que le tocó, tomó decisiones y con toda probabilidad pagó por ellas. Supongo que fue razonablemente feliz y no pocas veces desgraciada. Supongo también que tuvo sueños, deseos, miedos y planes. Pero no lo sé. Era menuda, blanca, rubia y con los ojos hermosos y azules. Hace años que nos dejó, pero la recuerdo sonriente, impecable y octogenaria, con su traje chaqueta verde pálido y sus perlas chiquitinas, rodeada de gente a la que ya no conocía. La recuerdo merendando frente a mí con apetito de quinceañera, acariciando los manteles con sus manos de nácar y diciéndome: "eres muy guapa. Qué guapo que es todo". Se llamaba Luisa y era mi tía abuela. Tenía secretos, como seguramente tenemos todas las mujeres.