lunes, 21 de junio de 2010

Pasivas agresivas


Cuando la conocí pensé que era una zorra egoísta y malencarada. Y probablemente lo sea, la verdad. Pero poca gente es lo que es porque sí. Suele haber razones. Las de NP son de las que pesan. No debe tener más de 21 años, y aparentemente es la típica choni poligonera, mestiza, callejera, sin estudios, bruta, malhablada, pasota y con mal genio. Debajo de todo eso, de los kilos de maquillaje, el pelo hecho rastrojo a base de tintes baratos, de la ropa de fulanona y la actitud chulesca, hay sombras alargadas que le pesan en los párpados.

NP es hija de un par de yonkis, de esos que vivían aquí y allá y sobrevivían con el único objetivo del próximo pico. Servicios Sociales la rescató de la calle y la metió en un centro de acogida. Pasó por varios y creció como suelen crecer esos niños. A los 13 años se fugó y se echó un novio, marido, amante o lo que diablos fuera. Por más datos, otro mestizo callejero, como ella, pero además yonki y esquizofrénico. No tardó en quedarse embarazada y tuvo una niña que actualmente tiene 6 años y vive con sus bisabuelos (abuelos de NP). Después vino el bebé que falleció de muerte súbita. Y luego vino Ze, que tiene ahora 1 añito. Como el padre de las criaturas empezó a usar a NP de saco de boxeo, ella cogió a su enano y se vino a La Casa de las Mujeres Tristes (donde, para más narices, se encontró con la segunda mujer de su padre, también maltratada, y con los hijos de esta, a la sazón sus propios hermanos). Y quedó muy claro desde el principio que era una superviviente más, pero de esas que caminan por el peor lado del camino.

NP, como muchas otras, no tiene más habilidades que las que le permiten aguantar un día más. Sabe mentir, llorar sin lágrimas, manipular y eludir cualquier responsabilidad. Luce una fachada de tipa dura que, seguramente, tiene parte de verdad y parte de espejismo. Está, al mismo tiempo, de vuelta de todo y en pañales. Anda perdida en su propia vida, a caballo entre la adulta que debiera ser (por sus circunstancias) y la adolescente gilipollas y despreocupada que debiera ser (por su edad). Trabajar con ella resulta insoportable, porque sus maneras déspotas son la mezcla de todo eso: de lo mucho que sabe (en las peores asignaturas) y de lo poco que sabe (de las que merecen la pena). Tienes que cambiar el chip. Porque no tratas con una mujer "normal", por mucho que sea madre o por años de tralla que arrastre. Tú quieres que sea una madre al uso, responsable y madura. Y te tiras de los pelos al comprobar que es una petarda en plena edad del pavo. Con el agravante de que no es una petarda al uso tampoco. No es una cría a la que puedas mandar a su cuarto, o soltarle una sentencia demoledora sobre lo que es la vida. Es una cría que sabe mejor que tú lo perra que la vida puede ser. Así que tienes que conseguir (como sea) que entienda que la entiendes, y que, aún así, no le compensa ir por ahí. Y que no le compensa porque lo dices tú, que lo sabes. Y lo sabes porque eres así de lista.

Ze es un enano de esos de anuncio. Blanquísimo, rubísimo y de ojos azulísimos. Siempre está sucio, come cuando su madre se acuerda de alimentarlo, duerme cuando a su madre se le ocurre que quizá deba dormir. Se pasa la vida en la calle, cubierto de ropa en plena solanera o medio desnudo bajo el temporal. NP se ha buscado un hombre (porque es de esas que no conciben la vida de manera independiente, trabajando; necesita un tío que la mantenga y la "cuide", aunque sea a hostias). Sabe que debiera tener cuidado, porque las iras del primero si descubre que a "su hembra" se la calza otro, constituyen un peligro absolutamente real. Supongo que asume ese riesgo, o prefiere no tenerlo en cuenta. Las mujeres como ella no denuncian, no piden protección policial. De algún modo se acostumbran a vivir en constante amenaza, mirando por encima del hombro para descubir si las sigue cualquiera de sus verdugos: el padre, los hermanos, la ex pareja, el clan de la ex pareja... cualquiera que considere que ellas pertenecen a alguien y que si abandonan el redil precisan un escarmiento. O una reparación por la ofensa. Por la honra mancillada.

El caso es que NP prefiere ignorar tales riesgos (o los asume de la peor manera posible) y opta por acudir puntualmente a su cita diaria con su nuevo enamorado en la chabola de turno, agarrarse algún que otro colocón con él y pegarle unos polvos mientras Ze gatea entre basura, botellas rotas, jeringas usadas o mierda de perro. Servicios Sociales la tiene avisada. Sabe que está bajo estricto escrutinio. Sabe que observamos sus pasos, sus hábitos, las condiciones en que mantiene el apartamento que el Centro (papá Estado) le ha proporcionado, sabe que olisqueamos a Ze, que registramos cada llanto, cada sarpullido, cada resfriado que pasa sin que se le lleve al médico, cada vez que llega a casa de madrugada, cada comida que se salta, cada boquete en su ropa. Sabe que anotamos cada vez que ella no se presenta en una entrevista de trabajo, en una cita con la Trabajadora Social, cada vez que se gasta la pensión en trapos mientras mendiga leche a las compañeras para los biberones. Sabe todo eso, pero parece no importarle demasiado.

Supongo que ha decidido que somos el enemigo (nosotras, la Sociedad entera), así que para qué molestarse. Ha elegido el camino de la indiferencia y la rendición. Pasiva agresiva. Sabe que queremos quitarle a Ze, pero nunca admitirá que lo queremos por el bien del niño y no porque encontremos divertido joderla a ella. Me revienta cuando no asumen, cuando no luchan, cuando se limitan a culpar al mundo de todo lo que les pasa (incluidos sus propios errores). Aunque procuro recordar que hay detalles de una vida que caben en una ficha, en un informe, y que explican muchas cosas. No las justifican, quizá. Pero ayudan a entenderlas. NP es una zorra egoísta y malencarada. Y también una niña perdida, asustada y rabiosa. Es ambas cosas y no sé si podemos salvarla. Pero debemos salvar a Ze. Cuanto antes.

domingo, 13 de junio de 2010

La voz de Padre


Mila nació un 13 de junio de 1925, por la tarde. Era la número siete (aunque aún vendría otro más) de una familia humilde. Parece ser que su padre, Julián, el carretero, se llevó un chasco que no trató de disimular. Tenía ya una hija (la mayor) y cinco varones, pero no podía negar que prefería un chico más. Hasta el día 25 no se acercó a la ciudad para "registrar" a la pequeña. Cuando su mujer, María, le reprochaba su indolencia, él se encogía de hombros y alegaba estar muy ocupado con las faenas. Nadie podía prever (ni siquiera el propio Julián) que aquella chiquilla terminaría siendo su ojito derecho, el amor de su vida.

A María le costaba creer que, tras el poco entusiasmo inicial, su marido estuviera tan loco con la niña. Mila era una criatura con carácter (como lo eran todos en aquella casa), fuerte y obstinada. Sus hermanos disfrutaban haciéndole perrerías y la llamaban "Barbuda" por su mal genio. Una vez tuvieron la ocurrencia de cortarles las punteras a unos zapatos que eran el mayor orgullo de Mila. Cuando su padre la encontró hecha un mar de lágrimas, no dudó en medir el lomo de sus chicos por disgustar a su favorita. Una tarde, María ordenó a su hija que la ayudara con alguna de las muchas tareas ingratas de la casa. Mila se negó en redondo y hasta contestó de malos modos. Acto seguido, puso pies en polvorosa, sabedora de que su madre le daría un par de guantazos si la pillaba. "Ya volverás", la retó María desde la puerta. Mila remoloneó por el campo hasta que se puso el sol y le entró miedo. Veía a lo lejos las luces de su casa, y sabía que Padre no tardaría en volver. Al cabo de un rato, oyó su voz llamándola.

- ¡Milagros! - gritó Julián.
- ¡Mande! - respondió ella saliendo de su escondite.
- Ven, hija. Entra en casa.
Mila obedeció, acobardada ante la idea de recibir su castigo. La madre esperaba con el ceño fruncido. Y Julián se impuso.
- Da de cenar a la niña y que se acueste.

María obedeció rezongando por lo bajo (también ella gastaba un genio subido que pocos años después la ayudó a lidiar con su viudez, la guerra, el hambre y la enfermedad de sus hijos sin una queja) y clamando al cielo sobre la chochez de aquel paisano que había perdido la sesera por una renacuaja deslenguada, habráse visto, anda que si en mis tiempos le contesto yo así a mi madre no me quedaba un diente sano.

Mila conserva con celo los recuerdos que le quedan de su padre. La oigo al otro lado del teléfono, haciendo memoria de aquellos días, felices pese a todo, cuando la familia estaba completa y aún no sonaban tiros, ni sirenas, ni caían bombas cerca del pueblo. "Que poco me lo dejaron", suspira. Hoy cumple 85 años pero no hay día en que no recuerde a ese padre al que adoraba y por el que sigue llorando. Ese hombre grande y serio que asustaba un poco con su vozarrón y sus manos grandes, pero que siempre tuvo una caricia o un guiño para su niña predilecta. Ese hombre al que sacaron una noche de casa, las manos en alto, para meterlo en un camión que se perdió en la oscuridad. Su padre, que nunca regresó, que no tiene ni una tumba donde ir a dejar flores, y con cuyo amado nombre ella bautizó al primero de sus hijos varones.

Mila hace balance de su vida: su maravilloso marido y compañero, sus once hijos, sus trece nietos, su bisnieta, todos los amigos, los momentos, los recuerdos. Y sonríe, satisfecha. Pero Julián, su padre, le dejó un hueco enorme e imposible de llenar. Por eso nos cuenta su historia una y otra vez, y nos insiste en que hagamos lo imposible por no permitir otra guerra. Por eso nos repite siempre que nosotros, que somos más listos y hemos leído tanto (o eso opina ella), no debemos cometer los mismos errores, debemos intentar hacer mejor el mundo. Porque ella sabe lo duro que es vivir una guerra. Y nos recalca que, si es duro para un adulto, es atroz para un niño.

Daría cualquier cosa, Mila, por poder reparar lo que padeciste. Tú y tantos de tu generación. Daría lo que fuera por lograr tu mayor deseo: recuperar el cuerpo de Julián, de tu padre, para que pudieras enterrarle como tú quieres y ayudar a cerrar tus heridas. Ojalá pudiera. Lo que sí puedo prometerte es que no olvidaré su historia. Y, si tengo hijos, sabrán de él y del precio que pagó (que pagasteis tantos) por la estupidez humana. Oigo tu voz al otro lado y me sigue asombrando cómo pasas de la nostalgia a la risa, del suspiro a la sorna. Cómo conservas tu fuerza y tu carácter indomable de Barbuda. Y tras pasar un rato de recuerdos y de charla, me envías besos para mí y para Manu, y me sorprendes con una frase inesperada. "Que tengáis mucha suerte en la vida". Se me encoge el corazón, Mila, abuela, porque querría que no te fueras nunca y tus palabras me han sonado un poco a despedida. Menos mal que, cuando llegue el momento, sé que Padre te estará esperando allí (donde sea, y esto es algo que me empeño en creer con esa tozudez tan nuestra) y que, en medio de la oscuridad, su voz te dirá: "¡Milagros! Ven, hija. Entra en casa".

viernes, 11 de junio de 2010

Celia y Su


Celia llegó a La Casa más o menos a la vez que yo. De hecho, asistí "de oyente" a la petición de su madre, que se aceptó de inmediato. Su (la llamaré así) es una mujer de apariencia frágil, menuda, dulce, siempre sonriente. Habla poco porque aún no se defiende del todo con el idioma, pero se esfuerza por comprender, por comunicarse y por asumir unas costumbres que, aun pareciéndole extrañas, acepta a la primera y sin cuestionárselas. Su es cariñosa, atenta, encantadora. Trabaja en jornadas maratonianas desde el primer día (muy al contrario que otras usuarias, que buscan cualquier excusa para no doblar el espinazo, para que el Estado las mantenga), ahorra su sueldo con cuidado (frente a casi todas las demás, que esperan ansiosas el día 10 para cobrar el Salario Social y gastárselo en trapos) y procura que su hija siga unas pautas normalizadas de vida, que duerma sus horas, que coma bien (esa Celia zampando pepino crudo es digno de verse, y destaca aún más entre el marasmo de chiquillos alimentados a fritanga y chuche, o correteando por el centro a las dos de la mañana). Sobre todo, se muestra siempre cariñosa con su enana, lo que contrasta absolutamente con los gritos de muchas otras, siempre superadas, siempre deprimidas, siempre estresadas, siempre quejonas.

No todas son así de terribles, por supuesto. Ni pretendo con esto hacer una clasificación de las Mujeres Tristes. No hay perfiles, ni clases, ni tipos. La sociedad se empeña en que sí, pero no es cierto. Esto le puede pasar a cualquiera. Sí que es cierto que no todas las que lo sufren terminan en centros como el nuestro. Porque muchas tienen sus propios apoyos, o los que les brindan familiares y amigos. Así que no es de extrañar que a nosotras nos toque ver a las familias, digamos, menos estables. A las de entornos y realidades más disfuncionales. No se trata entonces del perfil de la mujer maltratada, sino del perfil de nuestra usuaria. Normalmente hablamos de una mujer muy concreta: de escasos o nulos recursos, con poca formación, con habilidades muy pobres. Una superviviente que ha pasado por casi todo y ha aprendido a golpes. Una mujer acostumbrada a la manipulación, el engaño, el victimismo, el teatro, el chantaje, la bronca, la lucha. Una mujer que transmite ese modo de vida a sus cachorros.

Por eso Celia y Su resultan tan chocantes, aunque no sean las únicas (porque hay más, hay mujeres extraordinarias en esta Casa de las Tristes). Son chocantes porque están en el extremo. Y eso a pesar de sus dificultades. Su se casó hace años con un español y dejó su país para venirse con él. Y se vio sola en tierra extraña, desconocedora del idioma y la cultura, aislada, sin amigos, obligada a romper el contacto con los suyos. Cada vez más prisionera del que creía su compañero. Después llegaron las palizas, que ella soportó porque se sentía completamente perdida y abandonada. Cuando nació Celia llegó a creer que las cosas cambiarían, pero no fue así. Su marido se quedó sin trabajo y Su se puso al frente de la familia. Él adoraba a la niña, la cuidaba, la colmaba de cariño. Nada quedaba de todo aquello para Su que, al menos, se consolaba al ver que Celia no padecía las iras de su padre. Un día, Su escapó. Se plantó en una comisaría, con sus cuatro palabras de castellano y pidió ayuda. Hizo falta una intérprete, pero Su no se achantó ante nada. Denunció y se puso a salvo junto a su hija. Y aquí las tenemos.

Celia es un pitufo de dos años, con pelo negrísimo, ojos rasgados y apellido español. Celia es una niña revoltosa, risueña, extrovertida, tanto que cuesta imaginar que haya pasado por una situación tan terrible. No tiene miedo a nada, o no lo deja ver. Abraza a todo el mundo, juega, ríe, alborota y habla por los codos, en chino y en castellano con igual destreza. Lleva apenas tres semanas con nosotras y cada día nos pasma con su inteligencia. Números, colores, formas, nada se le escapa, todo lo entiende, todo nos lo cuenta. Cada fin de semana vuelve a "su otra casa" con papá. La vemos ir contenta, diciéndonos adiós entre carcajadas. Su se queda sola y descansa de sus eternas jornadas laborales. Sonríe tímidamente y confiesa "no sé bien qué hacer sin Celia". El domingo, la niña regresa y se lanza a los brazos de su madre. Seguramente no entiende esta situación extraña, con papá en un lado y mamá en otro, con la casa de siempre y esta otra tan grande y tan rara, llena de mamás, niños y educadoras.

Su no le dice nada, no llora, no se queja, no dice cosas malas de papá. Cría a una hija que la adora y la desobedece porque no está acostumbrada a que sea ella quien la cuide. Una niña dividida, como tantos otros, que nos encandila con artes de comedianta y nos llena de esperanza con sus muecas y sus risas. Sé que ambas saldrán adelante. Confío en que no debemos preocuparnos en exceso por ellas. Porque Su pelea con ganas y no está dispuesta al desánimo. Porque Celia no lo sabe ahora, pero llegará a saberlo, y contará siempre con lo que su madre le enseña. Ojalá puedas encajar las piezas, seguir tu camino y ser feliz, Celia. Tienes buenas armas y creo que sabrás usarlas.

domingo, 6 de junio de 2010

La casa de las mujeres tristes


Hay mucho que hacer en ella y eso me tiene cansada y en alerta. Sé que mi paso por allí tiene fecha de caducidad, pero está siendo una experiencia que casi definiría como fulminante. En todos los sentidos. También en los mejores. No tengo apenas tiempo para nada más, pero estoy resignada a que así suele ser mi vida. Carreras de velocidad y largos intermedios entre ellas. Así funciona, de momento. De nuevo toca apretar los dientes, correr, dejarse la piel. Será solo un momentito y luego me quedará esa sensación de siempre, la de haber sido apenas un cometa. Visto y no visto. Prescincible. No dejo gran cosa en ninguna parte, nunca hay tiempo. Para compensar, me llevo mucho. Luego llegará la calma, la rutina. Y, a saber cuándo, un nuevo comienzo. Es lo que hay. No queda sino batirnos.