Chupó el cigarro con ansiedad y
le tendió el mechero a Raúl. Fumaron en silencio, ignorando la corriente que
azotaba el patio a aquellas horas. Observó distraída el pelado matorral
de hortensias. Siempre las echaba de menos en invierno.
−Qué dolor de espalda...
Miró a Raúl, sonriendo. Hermético
como una caja fuerte. Una queja suya implicaba que estaba a punto de caerse
redondo de agotamiento.
−No es para menos −concedió
ella−. Un navajazo, dos en coma etílico y una crisis de ansiedad...
Su compañero se encogió de
hombros.
−Hay guardias peores.
−Claro. Hoy ha sido un paseo.
Rieron, resignados. El albergue
destilaba espíritu navideño. Raúl señaló el tejadillo.
−¿Y el muérdago?
−Lo colgó el polaco esta mañana.
−¿De dónde lo habrá sacado?
−Vete a saber...
La puerta se abrió con un
chirrido. Soltaron una carcajada.
−Madre de Dios, ¡qué pintas!
Yuri se acomodó la barba,
guiñándole uno de sus ojos de fauno eslavo.
−Oye, un respeto tú. Yo soy
Melchor estupendo.
−Te asoman dos palmos de pantalón...
−se mofó Raúl.
−Una cosa os voy a decir
−intervino Antonio, amenazándolos con un dedo−. A mí esta mamarrachada me la
pagáis. Que tengo una reputación en este sitio, ¿eh?
−Venga, hombre. A la gente le
hace ilusión.
−Diez años de trullo pa terminar haciendo la gansa. Menos mal
que el negro no es pintao...
Amadou le dedicó una sonrisa
radiante.
−Míralo, pobrecillo −siguió
Antonio−. No entiende ni papa, la criatura... Anda, tira, Baltasar, que ya
estarán con el postre.
Les vieron cruzar el patio a
zancadas, sujetándose aquellos mantones de baratillo. En el comedor, estallaron
los aplausos y las risas.
−Joder, el niño...
−¿Qué niño?
−¿Qué niño va a ser? El del
apartamento...
Subió las escaleras al trote. Le
abrió el propio chiquillo, en pijama. Estaba descalzo.
−¿Y tu padre?
El crío señaló en dirección a la
salita. Alcanzó a ver al tipo, desplomado en el sofá. Cuando se acercó a
él ni siquiera apartó la vista del televisor.
−Me lo llevo para que vea a los
Reyes, ¿vale?
La espantó con un gesto. Respiró hondo, tratando de no pensar en sus propios hijos.
−¿Los Reyes Magos? −preguntó
Andrei, los ojos como platos.
−Anda, claro. ¿Qué pensabas?
Saben que estás aquí, hombre. Lo saben todo...
−¡Bajamos en el ascensor!
¡Ascensor, ascensor!
−Vale, vale. Venga, dale al
botón.
Atajaron por la despensa. La
cocinera se lo quitó de los brazos, soltando grititos de entusiasmo.
−¡Ven aquí, príncipe, corazón
mío! ¡Mira quiénes han venido a verte!
Volvió al patio y encendió otro
cigarro.
−Niños en un albergue de
transeúntes... −farfulló Raúl−. Como si no hubiera sitios.
Sonó el timbre. Echaron un
vistazo entre las cortinas.
−Este es nuevo...
−Ya voy yo. Fuma tranquila.
En el comedor, un coro de
yonquis, fulanas, inmigrantes y ancianos seniles destrozaban un villancico.
Andrei daba palmas sobre las rodillas de aquel improbable Melchor de dos
metros.
Apagó el cigarro, entró en
la lavandería y cogió un juego de sábanas.