domingo, 30 de marzo de 2014

Nanos

Sí, es verdad que hay muchos momentos "yotemato". Y muchos momentos de esos que, cuando los revisas y los meditas, no te hacen sentir precisamente orgullosa. Intentas no flagelarte demasiado, aunque es difícil. Anda que te has lucido. Anda que ya te vale. Tenías que haber hecho esto, o lo otro, o lo de más allá. Anda que cómo se te ocurre. Curiosamente, las críticas más demoledoras las hacen ellos, los nanos. Pero te las hacen como solo unos nanos las saben hacer. Cuando pierdes los papeles y sueltas un grito, cuando se monta el drama de lloros, cuando pasa la tormenta y tú sigues barruntando y poniéndote a caldo perejil, ellos vienen y te desmontan con un abrazo o una risa. Y es lo que te empuja a seguir intentando mejorar. Pero también lo que más te abochorna de tus errores.
 
Atreyu, que es el menos hablador, el más serio, el menos sociable, el más enigmático, con el que más cuesta comunicarse y el más tozudo, es también el de las demostraciones de afecto más apabullantes. Él es quien puede pasarse media hora acariciándote la cara y mirándote embobado, o dejándose "masuñar" y estrujar una tarde entera. Es el que te observa en silencio, con expresión indescifrable, callado, y de pronto se te acerca y te pone la cabeza en el regazo. El niño de los largos silencios, el que, cuando se queda solo mientras el hermano se va de excursión a casa de la abuela (porque al contrario no hay manera) hace que pienses que se los han llevado a los dos, salvo por esa curiosa costumbre suya de hablar solo y reírse antes de dormir, a oscuras en la habitación, como si ya tuviera sus propios amigos invisibles. Es el de las rabietas monumentales y el de los "noes" más implacables, el antisistema, el canción protesta. Pero también el que te sorprende con maneras adultas (verle comer es alucinante, ese manejo de la cuchara, ese limpiarse con la servilleta mientras el otro se baña literalmente en puré), el que dice "gracias, mamá" cuarenta veces al día, cada vez que le acercas un juguete, le das un beso o le ayudas a vestirse.
 
Bastian, el loro, el payaso, el mago, el tifón que todo lo arrasa, el bailarín, el cantor, el pegasustos, el acróbata, el que no puede estarse quieto ni callado en ningún momento, el que recita números, letras o colores mientras mastica, el que hace la bicicleta con las piernas mientras se queda dormido y no se queda, el de la mente inquieta y las preguntas (ya las hace sin saber formularlas, porque es el niño que todo lo señala, exigiendo un nombre, una explicación sobre cualquier cosa que vea), el que se va comiendo los marcos de las puertas porque tiene tanta prisa y tantas cosas que hacer, el que hasta tiembla de nervios, el de las pesadillas, el que imita voces y finge y miente con descaro desde antes de saber hablar. Él es el que, literalmente, se mofa de nosotros. El que se inventa juegos como este:
-Mamá.
-Qué.
-Mamá.
-Qué.
-Mamá.
-Qué.
-Mamá.
-Quéeeeee...
-Mamá.
-Ufffff...
Juego que finaliza con el pequeño y malévolo mequetrefe reproduciendo el diálogo inmediatamente:
-Mamá, qué, mamá, qué, mamá, qué, mamá, quéeeeee, mamá, ufffffff.
 
Soy una gran defensora de las influencias ambientales. De cómo el modo en que nos crían, nos educan, la realidad que nos toca vivir, el entorno, la cultura, las circunstancias y lo que vemos nos moldean. Con todo y con eso, miro a mis duplicados únicos y me pasmo al pensar que han compartido sus existencias desde el estadío de cigotos, nadando en la misma barriga, compartiendo todo su mundo y, sin embargo, han sido completamente diferentes desde sus primeros minutos de vida. Ya lo eran antes de asomarse al mundo. Me pregunto de dónde sale todo eso, qué combinación de genes obra el prodigio de que el mismo ambiente les haya calado de modo tan distinto.
Es un milagro contemplar una vida desde fuera con tanto detalle. No digamos contemplar dos.