domingo, 25 de noviembre de 2012

Nada peor

 Si algo hay en este barrio mío son niños y perros. Aunque, en realidad, haber habemos de todo. Por ser barrio nuevo y barato, está lleno de parejas jóvenes (con críos). Por ser de las afueras, está lleno de viviendas sociales, con su consiguiente e interesante diversidad, que te salta a los ojos y a los oídos. Por contar entre sus calles con media docena de geriátricos, está lleno de abuelos paseantes. Y quizá por sus muchas zonas verdes, está lleno de perros. Por eso no es de extrañar que se haya formado una pandilla canina que no para de crecer. Cada mañana y cada tarde-noche somos legión los que nos juntamos en el parque grande, el que cuenta con su zona perruna. Ya son algunos años de charlas, intercambio de golosinas, carreras tras los peludos y demás. Gente de todas las edades y condiciones unidos por el nexo común: los chuchos.
 
Lo que nunca imaginé fue que fuera a nacer una amistad, más o menos cercana, con esta gente tan dispar. Pero es que los bichos tienen la facilidad de lograr que sus humanos terminen jugando juntos. Todo fue llegando: el impepinable intercambio de teléfonos (me consta que en nuestras agendas cada nombre figura seguido del nombre de su perro, porque es eso lo que nos identifica), las quedadas para paseos, para cafés, para parrilladas en el prao de este o aquel y para comilonas varias. Asturias. Comer. Lo clásico. Y, de repente, te encuentras con nuevos e inesperados afectos que te sorprenden.
 
Uno de nuestros veteranos (casi tan veterano como su plácida boxer) tenía, además de una perra vaga y tranquilota, otro detalle en común con nosotros, flamantes padres de mellizos. Y es que él es un no menos flamante abuelo de gemelos. Los nuestros y los suyos (todos ellos varones) constituyen toda una atracción en el universo del parque. Este hombre, un jubilado amante de la informática y las nuevas tecnologías en general, tiene, además, dos nietas más, hijas de su otro hijo. La mayor es un torbellino hiperactivo que revoluciona todo a su paso. La pequeña tiene apenas cuatro meses. Hace un par de semanas nos sobrecogió la noticia de la muerte de ese hijo en un accidente de moto. Un chaval de 32 años, en lo mejor de la vida. Un chaval estupendo que, de repente, ya no está. Me espeluzna pensar en sus padres, en el hermano, en la mujer y en esas dos niñas que no ha podido disfrutar apenas, ni ellas de él. La menor ni siquiera conservará un solo recuerdo de su padre. Es, sencillamente, un espanto. Una de estas cosas que no deberían ocurrir. No alcanzo a imaginar la desolación de esa chica, privada de su compañero y teniendo que seguir luchando, por ella misma y por sus niñas. Sola.
 
Pero si algo me tiene horrorizada es el dolor que sin duda estarán sintiendo T y M, los padres de ese chaval. No puede haber nada peor que enterrar a un hijo. No hay palabras que puedan describir tal devastación. No eres viudo, ni huérfano. Eres algo mucho peor, tanto que no existe vocablo para definirlo. Se me ocurre que quizá el ser humano, desde el principio de sus días, no se atrevió jamás a crear esa palabra, por el mero pavor a su existencia, por si tenía que pronunciarla alguna vez.
 
Hace unos días la pandilla canina se reunió para comer. Y allí estaban T y M, enteros, divertidos, sonriendo, compartiendo el día con nosotros, sin flaquear, oyendo a otros hablar de sus hijos y participando de toda conversación, narrando anécdotas sobre la infancia de los suyos sin un suspiro, sin una queja. Me asombró más de lo que puedo expresar su fortaleza. T es un señor afable y bromista, inteligente y locuaz. M es una de esas mujeres tan bellas que llaman la atención, una de esas a las que quitas veinte años nada más verlas, encantadora, dulce, risueña. A ella la conozco mucho menos, pero la admiro igualmente. Quizá más. La admiro porque ha perdido a alguien por quien, sin dudar un segundo, habría dado la vida. Y cada día se arregla, se pone la sonrisa en la cara y sale a la calle a seguir viviendo. No me explico cómo lo consigue. Ojalá tuviera yo esas agallas para pelear. Qué pena que, a veces, haga falta que alguien cercano sufra la peor de las tragedias para que nos miremos en ellos y nos avergoncemos un poco de nuestras quejas miserables. Es una enorme lección, M. Ojalá nunca hubieras tenido que dármela.

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