
Samuel no conserva demasiados recuerdos de su infancia. Al menos hasta que quedó huérfano a los 11 años y tuvo que empezar a ganarse la vida. Tampoco sobre eso nos había contado gran cosa. Ahora, quizá por la edad, empieza a agrietarse su coraza de hombre huraño y van saliendo a la luz lo que para él son pequeñas historias, y, para mí, hilos de Ariadna que tejen el tapiz de los míos. De mí misma. Que me hacen entender muchas cosas, muchas razones. Y consiguen que el amor y respeto hacia los míos se vuelva más devoto (si cabe) al conocer sus grandezas y miserias.
Una de las primeras escenas que guarda en la memoria, le sitúan jugando en el patio de su casa, y viendo acercarse a un hombre joven del pueblo, que le saluda con gesto grave.
- Ánde para to ma? (Dónde está tu madre?)
- N´a casa.
- Y to pa? (Y tu padre?)
- N´a tená. (En la tenada. En el pajar).
El recién llegado se dirige a esta última sin dudar. Samuel le mira mientras interrumpe la faena de su padre, mientras los hombres se saludan y murmuran en voz baja. Y supone que algo malo ha pasado. Después, Silvino, el padre, cruza el patio, le acaricia distraídamente la cabeza y entra en casa. Su siguiente recuerdo es el llanto de Amparo, su madre. Más tarde, ritos de muerte, rezos y velatorio. Los rosarios de las mujeres, los corrillos de los hombres. Quedaba una mina por ahí enterrada. Una de tantas, vestigio de la guerra no tan lejana. Metida justo debajo de la portilla. El paisano fue a cerrar y la tocó con el canto de la puerta. O igual la pisó, a saber. Cuánto llevaría allí, la muy hija de Satanás? Y fue a explotar a estas alturas. Mala suerte.
La historia de la muerte de su abuelo es algo que el mío no ha olvidado. El otro, el paterno, naufragó en el Atlántico volviendo de Argentina, en un barco que ni con las magias modernas logramos rastrear. Lo que Samuel no consigue es recordar sus nombres. A uno porque no le conoció. A otro porque murió siendo él niño. Y morirse era cosa de todos los días, y aquellas historias no volvían a contarse porque no tenían interés. Además, y aunque él no lo imaginara entonces, sus propios padres perderían la vida muy pronto con tres meses de diferencia, echándolo al mundo, sin más infancia, ni más juegos, ni tiempo para rememorar estampas. Yo, que no sé qué es el hambre, ni la miseria, tengo tiempo de sobra. Lástima que me falten los datos. Pero, aun sin ellos, lo contaré. Es un conjuro estúpido contra el olvido, pero me consuela. Me gusta creer (qué ingenuidad) que, incluso sin nombres y sin fechas, cuando evoco a mis ancestros les quito un poco de muerte.