martes, 1 de diciembre de 2009

Luisa


Se llamaba Luisa y dejó el pueblo a los catorce o quince años para "ir a servir" a la capital. Una salida bastante habitual en sus tiempos. Era la mayor de nueve hermanos, gemela de otra que moriría joven, maltratada por un marido no mucho peor que otros de entonces y enferma de los pulmones, dejando atrás un hijo que apenas la sobrevivió. Pero esa es otra historia. Luisa llegó a la capital, decía, y entró a trabajar en casa de unos señores ricos, dueños de un piso espectacular frente al Teatro. Planchaba y fregaba de rodillas, a la antigua usanza. Acababa de empezar su nueva vida cuando empezó la guerra. Estaba sola, incomunicada, inquieta por la incertidumbre que espolearía a los suyos allá lejos, en el pueblo, en el fin de su mundo. Pero así era la vida. Una explosión le llenó la cara de metralla, aunque tuvo la suerte de que la cosa no fuera más grave. No le quedaron marcas. Dicen que trabajaba con una eficacia asombrosa para su corta edad. Se ganó la confianza de los señores y logró ascender en la jerarquía doméstica. Empezó a mandar, a organizar, a supervisar y a criar a los niños de otra.

Se le pegaron los aires de la ciudad como a ninguna de las hermanas que la siguieron. Algunas de ellas, cuarenta años después de instalarse en la urbe, seguían siendo tan de aldea como el día que nacieron, incluso cubiertas de joyas en sus días más prósperos. Luisa, no. Luisa tenía maneras suaves, la voz tranquila y una elegancia que supongo sería innata. Había salido a la rama pálida y celta de la familia. Rubia, blanca, de ojos azules, menuda. Imagino que tuvo sueños, miedos, planes. No se los conocí. La gente de antes, por lo visto, se limitaba a vivir y a trabajar. Se casó, imagino, con el novio que le tocó en suerte y que se decidió a cortejarla. Resultó también un marido no mucho peor que tantos otros. Bebedor, dueño de su casa y de todo lo que en ella había, esposa incluida. Con fama de violento, aunque nunca se supo si lo era con ella. Un policía nacional que, desde niña, me resultaba siniestro y peligroso. Le recuerdo gordo, con el pelo cano, la voz rota y unos ojos claros que me asustaban. Recuerdo una sonrisa que nunca me convenció. Le recuerdo arrogante, zafio, palurdo y vocinglero, completamente opuesto a ella. Recuerdo también sus últimos días, menguado y hosco, tomándose la medicación con coñac, rudo y protestón, esclavizando a la hija y gruñendo a las enfermeras. Correoso hasta los noventa y uno.

Luisa no vivió para enterrar a su marido. Años antes fue perdiendo lentamente la cabeza e incluso en ese trance resultó dulce y sonriente. Sólo durante un breve lapso de tiempo se volvió rebelde, usando un lenguaje que jamás se le había conocido y dirigiendo furiosas miradas al esposo, para, a renglón seguido, lamentarse en voz alta de que no se muriera de una maldita vez. Al final, empezó a confundirle con su padre, así que le dedicaba sonrisas llenas de afecto y palabras tiernas que él esquivaba con su habitual brusquedad. No recordaba a sus propios hijos, pero se le iluminaba el rostro al verles. "Ha venido ese" exclamaba contenta. "Esa me quiere mucho", añadía. No sé si recordaba al otro, al primero, al que perdió y lloró con tanta amargura, aquel bebé que dejó enterrado en una ciudad lejana, el primer destino de su marido. Aquel al que siempre llevó en el alma y cuyo nombre otorgó a su otro hijo varón.

Hace poco me enteré de uno de esos secretos oscuros que toda familia tiene. Luisa, la infatigable trabajadora, la perfecta madre y esposa, la amiga ejemplar, la siempre suave, elegante y discreta, confesó a sus hermanas que, hace más de medio siglo, se supo de nuevo embarazada de aquel marido al que jamás abandonaría, pues era suyo hasta que la muerte los separase, como se esperaba de toda mujer decente, y optó por un aborto clandestino. Tan clandestino y tan pecado era que las mujeres jamás lo nombraban, como si la mera palabra invocara fuerzas funestas. Las mujeres de mi tierra usaban otra palabra, una que me resulta escalofriante e infinitamente más dura. Luisa se supo embarazada y lo "estrozó". Suena macabro. Sólo llego a imaginar (y seguramente de lejos) las razones que llevaron a Luisa a tomar esa decisión. Imagino su dolor y su miedo. A lo que iba a hacer, a los peligros que entrañaba hacerlo, a que se le descubriera, a las consecuencias para su salud y para su buen nombre. Intento imaginar también cómo las mujeres se aconsejaban, de qué manera se susurraban las oportunas direcciones, qué excusas contaban a sus esposos, con qué pavor se presentarían en a saber qué sitios, en manos de quién se pondrían, el techo de qué sala de tortura mirarían mordiéndose los labios aterradas, quizá llorando, avergonzadas, culpables, quizá rezando para no morir desangradas o rogando al temible Dios de entonces que las perdonara. Intento imaginarlo, pero no sé si alcanzo siquiera.

Se llamaba Luisa, era una mujer de pueblo que se fue a la capital a trabajar. Era madre, y esposa, y seguramente iba a misa cada domingo. Aguantó la vida que le tocó, tomó decisiones y con toda probabilidad pagó por ellas. Supongo que fue razonablemente feliz y no pocas veces desgraciada. Supongo también que tuvo sueños, deseos, miedos y planes. Pero no lo sé. Era menuda, blanca, rubia y con los ojos hermosos y azules. Hace años que nos dejó, pero la recuerdo sonriente, impecable y octogenaria, con su traje chaqueta verde pálido y sus perlas chiquitinas, rodeada de gente a la que ya no conocía. La recuerdo merendando frente a mí con apetito de quinceañera, acariciando los manteles con sus manos de nácar y diciéndome: "eres muy guapa. Qué guapo que es todo". Se llamaba Luisa y era mi tía abuela. Tenía secretos, como seguramente tenemos todas las mujeres.

11 comentarios:

Katha dijo...

Creo que sólo tengo una palabra: terrible.

También lo definiría como triste, muy triste. Una mujer como la que describes, "enterrada" en un matrimonio, en las costumbres de la época.

Lo del aborto... una mujer que ha perdido un hijo al que amaba, algo que no quiero ni imaginar y mucho menos vivir, porque mi pequeño es mi tesoro, lo mejor de mi vida, una mujer así tuvo que encontrarse en unas circunstancias agobiantes para tomar esa decisión.

Espero que tu trasto vaya recuperándose.

Un saludo,

Lenka dijo...

Es cierto, Katha, terrible como sólo sabe serlo la vida. Y supongo que mucho más las vidas de entonces, tan encorsetadas, tan marcadas por caminos únicos, tan esclavas de la moral, de lo decente, tan en el ojo de mira de tantos jueces implacables.

Me pongo a imaginar una vida así, tragando tantas cosas que no se podían decir porque ni siquiera se podían pensar o sentir. Imagino que ella misma pudo llegar a sentirse malvada, cruel y mezquina. Quizá se echó en cara su decisión toda la vida, no lo sé. Quizá pensó que era tremendamente egoísta por no aceptar el sufrir más, como tantas otras. A lo mejor no, puede que pensara que era lo correcto, puede que sintiera alivio por haberse atrevido. Aunque, sabiendo cómo eran las cosas, no descarto que el alivio (si lo sintió alguna vez) sólo sirviera para hundirla más en la culpa minutos después, para convencerla de lo mala que era.

En fin, yo la quería mucho y la recordaré siempre como la extraordinaria mujer que fue. Con todas sus grandezas, sus miserias, sus miedos, sus cobardías, su fuerza, sus errores y aciertos, sus decisiones, sus secretos. Siempre recordaré la persona, el ser humano que era.

Kaken dijo...

No creo que nadie pueda juzgarla, no seré yo,desde luego.
Pero la casuística tiene sus "peligros"...

Me ha encantado la entrada, pero me ha dado la sensación de que te ha costado escribirla, que te la has pensado...no se...un algo distinto en tu estilo.

Nos vemos en el foro, si aún me soportas.

Un bes, genia.

Lenka dijo...

Créeme que no me ha costado escribirla, Kaken. Al menos no me ha resultado difícil salvo por lo complejo que resulta hablar de alguien de tu familia a quien trataste lo justo porque no era, digamos, pariente directísimo, ni de tu misma edad, ni vivía en tu ciudad, ni formaba en realidad parte de tu vida. Una persona de la que tienes varias imágenes sueltas, algún beso amistoso en eventos puntuales y anécdotas contadas por boca de otros.

Luisa era para mí un eslabón del árbol familiar (uno secundario, además), un nombre, un rostro, algunas fotos. Una de tantas existencias que apenas te rozan y de las que sólo conoces detalles. Todo lo demás, sencillamente, lo imaginas. O juegas a imaginarlo. Pero muy consciente de que lo imaginas con tu propia mente, tus creencias, tus valores, tus ideas. Desde tu piel y tu época. Lo ves con tus ojos, no con los de ella. Todo es sesgado.

Uno termina por lamentar que la vida sea tan corta, tan rápida y muchas veces tan insustancial. La de personas que nos perdemos. Mi primer recuerdo de Luisa me la devuelve ya vieja. Supongo que no tendría por entonces mucho más de sesenta años, pero ya era distancia suficiente. Y, aunque la hubiera tenido más cerca, qué iba a preguntarle? Qué iba a contarme ella o por qué habría de hacerlo?

No, en realidad no me ha costado escribir esto, porque no se trataba sólo de hablar de Luisa. Luisa es un recuerdo amable y es el símbolo de tantas. Es que, al conocer uno de sus secretos, me ha dado por pensar en cuántos guardo yo, cuántos guardará mi madre, mis abuelas, mis tías, mis primas, mis amigas, tantas y tantas mujeres mucho más cercanas de lo que fue ella. Cuántos de esos secretos serán dolorosos. Cuántos sería yo capaz de juzgar o cuántos comprendería. Sobre todo pienso en las mujeres de su generación y de las anteriores. En su madre, mi bisabuela. Qué dolores, culpas y miedos soportaron en un mundo asfixiante, cerril, oscuro, machista, ignorante, lleno de servilismo y de pecado, de narices dispuestas a olerlo todo y condenarlo todo. Un mundo que no les consintió nada, Kaken, nada. No ya el tener o no a un hijo. Nada.

Y no sé. Que fueran cuales fueran esos secretos suyos (más, menos o igual de siniestros que los míos) y opinara yo lo que opinara de ellos si los conociera, se me ha despertado una corriente de simpatía por todas ellas. Por todas las mujeres en general, propias y extrañas, parecidas a mí o completamente opuestas. Será esa especie de complicidad entre hembras que ninguna sabemos explicar y que, por lo visto, nos ha mantenido juntas (aunque no siempre del mismo lado) desde las cavernas. Susurrándonos secretos.

Todo eso ha sido Luisa de repente, y por eso no me ha costado escribir sobre ella.

Lal dijo...

Preciosísima entrada, Len.

Salem6669-Satori6669 dijo...

Len,
Preciosa entrada.
Dura pero a la vez tierna y cariñosa.

Lenka dijo...

Gracias a todos!

Sra de Zafón dijo...

He estado terriblemente ocupada, me han tocado jornadas completas, dobles y triples...algo que llevo muy mal, pero, ¡al fín! han vuelto las aguas a su cauce y yo a mi media jornada (toco madera) así que vuelvo a tener tiempo para lo bueno!
Qúe bonita entrada Lenka, durante estos meses te he leído alguna vez pero no he podido pararme a escribirte con el tiempo que mis ganas requerían, y mi blog quedó abandonado como casi todos mis placeres.

Me hice bloguera por hablarte y cada vez que te leo lo entiendo mejor.

Secretos de mujeres, tantos y tan siniestros...
Mi segunda madre, (quizás debería decir la que en realidad se ocupo de mí de pequeña) murió después de un "estrozo" de esos cuando yo tenía 12 años. Un siniestro "estrozo" de aldea húmeda, sobre una camilla que había sido una artesa donde salaban el cerdo, colocada sobre la piedra de una lareira con las llamas retando al frío. Allí calentaron al rojo la aguja de calcetar y allí deinfectaron la carnes de aquella dulce mujer con aguardiente...ufffff!
Así tenían que abortar las mujeres cuando yo empezaba a saber de la vida, a algunas les llenaban el útero, tras romperles la bolsa, de aguardiente y perejil, por díos! imagínatelo. Y todo esto lo supe mientras su madre gritaba la hipocresía de las beatas que ponían a parir a la difunta. Y la misa la peor a la que asistí, un cura llamando asesinas a las mujeres de la aldea, viudas de vivos y muertos, como diría Rosalía,cuyo mayor delito era quitarse de encima, sin ninguna ayuda, el tremendo problema que comenzaba a crecer en sus barrigas. Cuando yo tenía doce años ella tenía cuarenta, cinco hijos y un marido enfermo con una pensión de mierda.

Yo he comprobado en mis carnes que no puedo abortar, pero jamás se me ocurruría impedírselo a nadie, y menos propiciar que la gente tenga que recurrir a estas y otras barbaridades, o que tengan que pagarlo con la cárcel. Tiempos oscuros, mentes oscuras, espero que queden para siempre atrás.

Juan dijo...

Bellísima entrada lenka. Me has hecho recordar otras mujeres de mi vida que han pasado por circunstancias parecidas y que han afrontado toda una sucesión de calamidades con una sonrisa.

Me gustan las mujeres, mucho, y tu Luisa ha puesto un granito más de arena para saber porque me gustan tanto.

Un abrazo

Lenka dijo...

Muchas gracias, Juan! A mí también me parece tremenda la gente que enfrenta lo que sea (incluso sus peores infiernos personales) con una sonrisa. Y sin culpar jamás a nadie de sus decisiones (salieran como salieran y costaran lo que costaran)

Qué gozada leerte de nuevo, Zafo. Y qué durísimo lo que cuentas. Santo Dios. Qué espanto. Y qué terrible pensar en cuántas mujeres terminaron así, como tu segunda madre (o la primera). Qué tiempos más siniestros.

De pronto me he acordado de dos cosas. Mi abuela materna sólo tuvo dos hijas. Como siempre ha sido una beata absoluta, la buena mujer osó contarle al cura de su pueblo que si no tenían más hijos no era porque Dios no los mandase, sino porque lo evitaban (pasmoso pensar que mis abuelos usaban condones!!! De dónde demonios los sacarían????) El cura la puso verde, claro. Ella le explicó que mi abuelo curraba en la mina, que era un trabajo difícil, que podía morir cualquier día, que tenían lo justo para comer... al cura le dio igual, claro. Le dijo que ambos estaban en pecado mortal de necesidad. Lo fascinante es que mi abuela (tan devota, tan sumisa, tan temerosa de Dios, tan... ay, tan ella) hizo acopio de toda su dignidad y le espetó: "si tengo más hijos me los va a mantener usted?" Y se largó muy cabreada.

Pasmada me dejó la historia. Mira que el tipo le negó la absolución y no la dejaba comulgar!! Horror de los horrores para alguien como ella!!! Pues no cedió. Parecerá una bobada, pero es uno de esos secretos en apariencia tontos que yo jamás habría imaginado de mi abuela.

En el barrio de mis otros abuelos (los paternos, los que tuvieron once hijos) vivía un matrimonio con una sola hija. La madre era una beata también, pero de las repulsivas. Siempre criticando y señalando. Mala gente. Toda la vida lloró y clamó porque Dios no le daba más hijos mientras se los daba a otras menos cristianas que ella. Pues mira tú, años después, con la mujer medio gagá, acabó confesándole a una vecina que le mandó otro, sí, pero lo estrozó. Porque su primer parto había sido duro y no quería tener otro.

Valiente hipócrita. Toda la vida despellejando a las demás y ya ves. Ella se permitió elegir (y era su problema, vamos) pero cómo le jodía que otras lo hicieran. Mi abuela paterna (que gasta muy mala leche) preguntó a la vecina si no le había montado un pollo del quince al enterarse. La vecina contestó: "bastante se habrá castigado ella toda la vida. Siendo como era, imagínate el asco que se daba a sí misma".

Y calculo que tenía razón. Imagino a aquella mujer, gritando de la vida de otras para silenciar la suya. En el fondo ya es bastante penitencia que ella misma no se perdonara. Y seguro que no lo hizo. O igual sí, igual era capaz de perdonarse ella y no a las otras. Pero no lo creo. Mi tía Luisa siempre fue de esas mujeres que decían "no habléis de la gente, qué sabréis de sus cosas". Quizá porque ella sí se perdonó y por eso supo perdonar a todas las demás.

Katha dijo...

Buenas tardes,

Lo que cuenta Chusa es de auténtico pavor. ¿Cuántas mujeres acabarían del mismo modo?

Yo creo que lo primordial es darle a la gente los medios para la anticoncepción, para que la gente tenga los hijos que elija tener o los que pueda mantener.

Mi padre, que nació en plena guerra, hace años me hablaba de cómo, cuando era pequeño, la gente desaparecía en los paseillos, de cómo el alcalde y el cura eran los dioses y no osaras mirarles mal si no querías ir también de paseo... Me contaba también cómo los niños morían a decenas. Como, sobretodo en verano, las campanas repicaban todos los días por algún niño muerto. Muertos por hambre, por alguna enfermedad o por no poder atenderlos mientras iban a trabajar para conseguir tener algo de comida en el plato. Aunque fueran las patatas y los garbanzos de todos los días. Creo mucho mejor haber dado a la gente los medios para evitar concebir esos hijos, que obviamente no podían mantener ni atender, al dolor de todas las familias en las que siempre había algún hijo muerto.

Mucha gente de mente estrecha como el cura que comentas Lenka, como la beata, como tantos otros.

Un saludo.