domingo, 21 de septiembre de 2008

De Bayona a Cordes sur Ciel

Así que nos fuimos. Cerramos el Torreón a cal y canto (dejándole copia de las llaves al Teniente Coronel, o sea, a La Mater, por aquello de la intendencia de la Tropa Peluda) y partimos raudos, y más o menos veloces, vía Tom Tom. Qué gozada la tecnología, oiga. No tener que mirar ni un mapa. Con los mareos que yo me agarraba. El cacharrito es estupendo (siempre que no se pierda él mismo, que a veces ocurre, claro). Total, que pusimos rumbo a Bayona. Un lugar hermoso y castizo (entendamos castizo a la manera de Bayona) con sus ikurriñas por todas partes, su casco antiguo y sus cartelones anunciando corridas de toros. Singular a más no poder. Tras buscar desesperadamente un camping, un amable dependiente de gasolinera nos indicó (en un español que ya quisiera yo en francés pa mí) dónde encontrar uno "cerca y muy bueno". Entonces comprendimos el significado del concepto "cerca" para nuestros vecinos (cosa que nos ayudó mucho en París), pero no nos quedó claro el concepto "muy bueno". Nuestra primera noche en territorio gabacho resultó empañada por La Primera Plaga, a saber, los surferos. Pandillas y pandillas de adolescentes oxigenados con sus furgonas, su música atronadora, sus cervezas y sus garbeos en moto a las cinco de la mañana. El pueblo era bonito, al menos. Se llamaba Anglet, olía a jazmines y a curry y tenía una hermosa playa y un precioso faro.
A la mañana siguiente sufrimos La Segunda Plaga: los pajaritos. Horas antes nos habían parecido una monada, piando y revoloteando por las copas de los árboles. Pero luego, comprobando el estado de la tienda, ya no nos parecieron tan simpáticos. Probad a limpiar metros y metros de lona con toallitas húmedas de esas de bebé. Un planazo. En fin, partimos de nuevo. Desayunamos en un lugar llamado Tarnos, en nuestro primer PMU, que viene siendo un chigre en el que los parroquianos toman café y copazos mientras apuestan a los caballos, a la lotería y a todo tipo de variedades ludópatas. Salimos a la carretera y, equis kilómetros después, tuve mi primer ataque de piel de posho cuando leí "Bienvenido al País Cátaro". Un poco más tarde, otro cartel me confirmaba que estábamos en Languedoc. Tras localizar el camping, esta vez sin dificultades, emprendimos a pie la ruta hacia la ciudad. Y, de repente, me vi plantada ante las murallas y las torres de Carcassonne.
Carcassonne es uno de esos lugares que, sencillamente, hay que ver. Es hermoso, es fascinante, hay verdadera magia entre sus muros, en sus patios, en todos sus rincones. Y si logras olvidar por un momento la riada de turistas, los cartelones de restaurantes ofreciendo menús y las tiendas de recuerdos, es un auténtico viaje en el tiempo. Afortunadamente, siempre me ha resultado fácil aislarme del mundo, así que logré recorrer aquellas callejuelas retorcidas como si estuviera en las nubes. Lo malo fue que, en medio de nuestro entusiasmo, sufrimos La Primera Maldición: la jodía cámara. Demasiada luz, muy poca luz, ahora no enfoca, ahora no dispara, pon el flash, quita el flash, engáñala y dile que estamos en interiores... un infierno. De qué sirve tanto talento creativo con una patata semejante entre manos? El plan era volver al día siguiente y explorar a fondo, con tiempo y con más luz. Desgraciadamente, llegó La Tercera Plaga: la lluvia de barro. Lo juro. Barro puro. La tienda, el coche, todo rebozado en lodo. Así que, imaginad. Desmontando a toda prisa y poniendo pies en polvorosa. Me quedó una espinita con Carcassonne y con los secretos de su iglesia, pero ya volveremos a encontrarnos.
De momento, nos vimos emulando a Carlos Sáinz por una carretera que bien podría haber sido asturiana de pura cepa. El Tom Tom nos iba cantando las curvas y nosotros nos escojonábamos vivos siguiendo el trazado. El Trasto disfrutó como un enano. Nada de tráfico, la lluvia dando tregua, subidas, bajadas, colinas y un bosque espectacular. Y, en lo más alto, dimos con un mirador desde el que se nos abría todo el valle, sus cabañas medio escondidas, monasterios remotos, ruinas medievales y, abajo, Mazamet. Otro de esos pueblos, como todos los franceses, con sus casas de cuento de hadas, sus campanarios apuntando al cielo y sus laberintos de calles. Tras inmortalizar tan bello escenario, huímos despavoridos y tiritando de frío, dando con otro rincón indescriptible. Cordes sur Ciel, también medieval, también hermoso a más no poder, clavado en la colina, con sus calles y sus casas trepando cuesta arriba. Allí hicimos un descubrimiento asombroso: en Francia aún existen las botellas de coca cola de 33 cl!!!! Hay fotos que lo demuestran!!! Qué peazo botellas, oiga, y no esas de chichinabo de a 20. Ya ni me acordaba de que existían.
Una vez engullido el caldero de cafeína, viramos hacia nuestro siguiente destino. Magia y más magia en un lugar llamado Rocamadour. Pero eso será en el próximo episodio.

3 comentarios:

Eli dijo...

Que envidia me das, guapaaaa!!!
Hace siglos que deseo visitar el Languedoc (jo, es que en realidad deseo visitarlo tooooodo).
A ver si para otro año logro convencer al Clon.

Por cierto, y hablando del TomTom, maravilloso cuando está actualizado pero ¿has tenido que sufrir un bucle temporal por obras en la autovía cuando el dichoso cacharrito se empeña en decirte que gires a la derecha cuando no hay derecha??? Dios!!! horas pa salir de un nudo, jajaja.

Bueno, cielo, espero la segunda parte, y me voy ipso flauta a colgar las fotos de mi propio viaje alucinante.

Besos, nena.

Lenka dijo...

Jejejejeje, sí, muy divertido cuando el cacharro te quiere meter por donde no hay carretera, o cuando se pierde y parece que va atravesando casas, el tío lerdo ;-)

Reina, mil gracias, ya he colgado las fotos como me enseñaste, con sus palabritas enlazadas para pinchar.

Y que me encanta que tú también hayas disfrutado de tus vacaciones. Venga esa crónica y esas fotos!!!!

Lal dijo...

Bienvenida al torreón, Len!
Estoy verde de envidia, que lo sepas, y me alegro de que sea culpa tuya.
:)