
A veces, la tía Meme no está bien. No está bien porque es de esas personas que tienen al enemigo en casa, un feroz inquilino que se te instala en la cabeza y te engendra disparates. La tía Meme siempre anda con la sonrisa en la cara, incapaz de un mal pensamiento, feliz con el mundo, encantada con la vida. Posee la bondad de su padre, esa clase de bondad genuina que no tiene nada que ver con la simpleza o la estupidez, esa que te impide mirar a nadie con malos ojos ni emitir el menor juicio sobre los demás. Una bondad auténtica, invencible, elegida, peleada y defendida.
Lo malo es que la tía Meme, como su padre (mi abuelo) y su abuelo (mi bisabuelo) heredó también esa melancolía inexplicable que te aparece de improviso, esa que no tiene razón de ser y te obliga a añorar sabe Dios qué cosas que quizá ni siquiera te faltan. El gen oscuro de la familia. Ese que quizá nos legó aquel hombre guapo de rostro nostálgico que no pudo más, ese gen que parece empeñado en seguir apareciendo generación tras generación, a unos sí, a otros no, como en un sorteo macabro. El bisabuelo no logró encontrar una razón para seguir luchando y decidió poner punto final. El abuelo estuvo a punto de seguir los pasos del padre, pero tuvo la inmensa suerte de aferrarse a Dios. Su Dios le tendió ambas manos: una para armarse de valor y no dejar en la estacada a la mujer amada y los once hijos, y otra para comprender por fin la debilidad del padre ausente y perdonarle en su corazón. Sólo cuando el abuelo se vio tentado por las ventanas abiertas pudo finalmente entender la tristeza inmensa del progenitor, llorar su misma desgracia y poner su foto en el salón. De alguna manera, ambos volvieron a la vida.
La tía Meme tiene más suerte, relativamente hablando. Ella ha nacido en una época capaz de mirarte por dentro y descubrir en qué punto exacto y de qué manera se abrió la grieta, cómo es que entró esa sombra oscura y malvada dispuesta a devorarte. La tía Meme nació en una era más amable, en la que no estamos locos, sino enfermos, en la que sentir diferente no es maldad ni síntoma de un alma torcida, sino un reto para la ciencia, quizá un simple desajuste de la química. Afortunadamente, ella tiene el inmenso amor de los suyos, la aceptación incuestionable y, así quiero creerlo, luces de emergencia para aplacar sus tinieblas.
Desgraciadamente, sospecho, la tía Meme padece del mismo hartazgo que muchos como ella. Por qué? Por qué tengo que ser una yonki? Por qué mi felicidad y mi vida entera deben depender de esta maldita píldora? No es justo! Y aparecen las dudas. Es que no soy nada sin esto? Es que sin esta pequeñez no sé querer a mi marido, o a mis hermanos, a mis amigos? No puedo trabajar, ni reír, ni pintarme las uñas sin esta porquería? Es que mi vida, mi alegría, mi amor, toda yo, no soy más que una mentira? Y la tía Meme, quizá, como tantos otros, empieza a odiar su propia tabla de salvación, a considerarla una invasora entrometida, una voluntad ajena y desconocida que maneja sus hilos. Y, de nuevo, rompe esa cadena que a ratos rescata y a ratos asfixia, convencida de que ya sí, esta vez sí, ahora será capaz, podrá conservar su sonrisa, porque tiene la fuerza y los motivos, porque esta vez sí que será suya su felicidad.
Lo único que no me gusta del otoño es que parece insuflarnos energía a los hacedores de disparates. Y, cuanto más fuertes son ellos, más se debilita el ser humano que los cobija. Crece el parásito y temo que mengüe la tía Meme. Todo empieza con la inquietud, la hiperactividad, la verborrea, una energía desbordante. La tía Meme convertida en un frenético e imparable fuego fatuo. Y te sobresaltas. Te preguntas si es la estación, tan dada a hacer de las suyas, tan proclive a entrar como un vendaval por los desvanes, desordenándolo todo. Te lo preguntas porque tú misma, con menor intensidad, también lo sientes cada año. Te preguntas si habrá surgido la terrible duda y se habrá empeñado, mi hermosa, mi dulce, mi luchadora y quijotesca tía, en vencer a sus molinos sin ayuda. Y te entra el pánico, porque también sabes cómo de cabrones pueden llegar a ser los molinos. El argumento parece sencillo. Por qué no hacerse a la idea de ser diabética? Necesitas tu dosis para vivir, es así de simple. Pero no, ojalá. Por mucho que hayamos evolucionado, por evidente que resulte que todos (todos) tenemos nuestras grietas, nuestras pequeñas y grandes locuras, aún tememos. Supongo que los diabéticos no sienten dudas, culpa ni sospecha. Lo insoportable para la tía Meme quizá sea la terrible idea de que se trata de toda ella, de su cabeza, de su alma, de su risa, de su vida la que depende de una dosis. Es eso, en realidad? Podría ser eso? No lo sé, pero cada vez que he intentado meterme en los zapatos de Meme, he sentido que eso exactamente sentiría yo.
Yo sólo espero que pase la tormenta y que el maldito viento no lo desbarate todo. Porque, cuando la tristeza se disipa, cuando las nubes se van, el sol es Meme, mi predilecta, la alegría de todos. La reina de los postres y los chistes, la emperatriz de los disfraces, la tesorera de los recuerdos familiares, la dueña de las carcajadas infinitas. Esa es la verdadera Meme. Y así sería siempre de no ser por los caprichos de la química, que puede ser muy artera y llenarnos a cualquiera el alma de fantasmas. Yo no podría quererla más. Creo que nadie podría. Con claros, con sombras, con o sin píldoras, ella es auténtica, mágica como un elfo, un ser de luz que destila puro amor y sonrisas como estrellas fugaces. Quizá, a fuerza de regalar tanta risa, a ella misma se le agota algunas veces, lo cual es una crueldad absoluta y la demostración palpable de que las matemáticas son odiosas e implacables. Pero en algo se equivocan, por suerte. Y es que, por mucho que se empeñen en desmentirlo con números fríos, cuanto más amor derrocha Meme, más amor le queda. Ojalá las antipáticas píldoras se conviertan a sus ojos en lo que en realidad son. Simples y amables vitaminas para su risa.