lunes, 8 de octubre de 2007

El primer suicida

Quién sería? Pero sobre todo, por qué? Cuál sería el motivo? Recuerdo una entrada en la que hablaba del amor, de cómo lo que entendemos por amor ha ido cambiando a lo largo de la historia, a través del tiempo, adaptándose a las necesidades, los usos, las costumbres de cada momento, de cada cultura. Desde la mera supervivencia y procreación en las cavernas hasta la corte de Leonor de Aquitania (que, como digo yo siempre, fue la que le dio glamour a la cosa, la visionaria que se atrevió a ponerle reglas y promocionarlo) y de ahí a nuestros días, añadiendo cada vez más elementos: obligaciones, contratos, moral, reglas, roles... Y mucho después, gracias a (o por culpa de) la literatura y el cine, nuevas necesidades. Encontar a la media naranja, llenar vacíos, maripositas, regalos en San Valentín, tiempo para nosotros, tenemos que hablar, esto no es lo que yo esperaba, me falta algo... Cada vez más opciones, cada vez más complicación. En fin, no quiero liarme. Os remito a la entrada en cuestión, que anda por ahí a saber con qué fecha.
El caso es que yo pretendía hablar del suicidio. Porque todo, como el amor, ha cambiado con los tiempos. La muerte tampoco es la misma. No morimos igual. Mantenemos algunos rituales desde hace siglos, el miedo atávico a la muerte es algo que probablemente ni la ciencia más avanzada (incluso si termina por darnos LA RESPUESTA) podrá vencer. Algunas cosas nunca cambian. Pero el envoltorio, como en el amor, repito, es otro. Vivimos más. Y mejor, en teoría. Y nos morimos y nos matamos de otras cosas. Y, aunque lo lloramos como sin duda lo lloraban, tampoco eso es exactamente lo mismo. Hoy todo va deprisa, todo es aséptico y frío. Tiene sus ventajas, naturalmente, y habrá quienes lo encuentren preferible. La gran mayoría, supongo. Pero yo, la verdad, lo encuentro desconcertante, extraño, mecánico. Menos humano. Llamadme morbosa si queréis, pero echo de menos las muertes de mi infancia. En casa, con tu gente. Cuando no era un tabú, cuando los niños no éramos tan delicados y propensos al trauma. Cuando podías y debías verlo. Cuando te dejaban besar a tus muertos. Lo mismo es una animalada, qué sé yo. Sólo sé que lo viví y que quizá por eso la muerte no me desola, los muertos no me asustan. Y menos cuando son los míos.
Pero vuelvo a perder el hilo. Intento hablar del suicidio. Cuándo y por qué se quitó la vida el primer hombre? Si pensamos con lógica, el suicidio debería ser un "invento" de los nuevos tiempos. De la deshumanización, la prisa, la soledad, las necesidades satisfechas y la aparición inmediata de otras nuevas, primero frívolas y después consideradas vitales para el equilibrio emocional. Ya sabéis, cosas como el ocio, que hace dos generaciones no existía y ahora, si te falta, puede provocarte una depresión nerviosa. Claro, ahora habría que decidir en qué momento los tiempos se volvieron terribles. No ahora, desde luego. Mucho antes. En la Revolución Industrial? Barrios marginales, seres humanos hacinados, Oliver Twist, miseria... qué va, antes de eso. Hasta dónde podríamos retroceder? La tuberculosis del romanticismo, que se empeñaba en arrebatarte a tu amada a los 19 años? La oscura Edad Media, con su penalidad, su terror, sus dogmas, su enfermedad, sus guerras... (cómo una época tan repulsiva puede resultarme tan fascinante? Misterio) Y atrás, y mucho más atrás? Todos conocemos a Sócrates, verdad?
Quién fue el primero? Cuándo? Por qué lo haría? Por miedo, por desamor, por aburrimiento? De niña me fascinaba la idea de la muerte. Supongo que no os asustáis, ya sabéis lo rarita que he sido siempre. Eso sí, la idea me fascinaba porque tenía el cerebro derretido con tanto libro y tanta película. Cuando empecé a considerarlo realmente, cuando la vida se puso muy gris, entendí que no tenía nada de bonito. Nada. Y, por si me quedaba alguna duda, la gente empezó a morir. La gente de verdad, con nombre y apellidos. Gente de mi vida. Por enfermedad, por vejez, por accidente. Y entonces pensé que no era una opción. No cuando tantos otros (todos, en realidad) morían sin poder elegirlo. Y por eso, sólo por eso, por mi empeño exagerado en las cosas de la justicia, no ha vuelto a ser una opción. No para mí. Ya no por el karma, ni por la culpa que me provoca pensar en el dolor de los que se quedan. Ni si quiera por algo tan noble como eso. Simplemente porque ÉL no pudo elegir. Y se perdió muchas cosas. Muchos besos, muchas estrellas, muchas horas, y canciones, miradas, libros, lágrimas, lugares, sabores, películas, secretos... Se perdió a Malaussène, y a Alatriste, y cumplir los 24, y las últimas (demasiadas) de U2, y tener hijos, y a veces no puedo creerlo. Así que tengo que elegir por él y si algún día soy tan estúpida como para no encontrar otra razón, me quedará esa.
La nostalgia, la oscuridad y la muerte son hermosas para la gente como yo. Pero en los libros, en las películas. Y, de todas formas, no habría oscuridad sin luz. Siempre nos sobran los motivos.

10 comentarios:

Eli dijo...

Muchas veces nos quedamos mirando la belleza de lo oscuro, tentadora, atrayente...
Pero la muerte elegida no tiene nada de heroica.
Yo pienso que es el acto de cobardía por excelencia.
Y como bien dices, Len,siempre sobran los motivos para luchar.
Sobre todo cuando ves qué y quiénes te rodean. Y sabes que tienes dónde sujetar tu cordura.

Cris dijo...

Siempre hay algo por lo que luchar. El acto de suicidio me parece un "tirar la toalla", pero a la vez la persona que lo hace debe creer que ya no hay nada que hacer, que sus problemas no se pueden solucionar, y en eso se equivoca. ¡SIEMPRE HAY SOLUCIÓN! Y siempre hay que luchar por algo tan preciado como es la vida. Además sólo se vive uan vez.

Anónimo dijo...

Antes nos moríamos de otra manera. Salvo accidentes, guerras e imprevistos, los españoles decían adiós muy buenas en el dormitorio de su propia casa y, según las esquelas del ABC, tras larga y dolorosa enfermedad. Eran los nuestros unos óbitos dignos y meridionales, con la familia alrededor, los hijos diciendo papá no te vayas y las vecinas rezando el rosario en la cocina, entre copita y copita de anís del Mono y agua de azahar. Se oía una campanilla, llegaba un cura rezando latines, y una de dos: el agonizante decía pase usted padre, con cristiana serenidad, o lo mandaba a freír espárragos con la mujer y las hijas diciéndole hay que ver, Paco, papá, cómo eres, te vas a condenar. Morirse en España era morirse uno en la cama como Dios manda, protagonista del último acto de su vida, libre de aceptar o rechazar los santos óleos, bendecir a la progenie o, llegado el momento supremo, incorporarse un poco sobre la almohada y decirles a los deudos con el último suspiro eso tan satisfactorio y tan castizo de podéis iros todos a la mierda.

Además, era instructivo para los niños. Ahora los quitan de en medio en el acto, no sea que vayan a traumatizarse con el espectáculo, y así salen después los nenes, creyendo que no van a morirse nunca y que la enfermedad y el dolor son cosa exclusiva de los bosnios y los negritos de Ruanda. Al arriba firmante le dejaron de fumar casi todos los ancestros en casa, y recuerdo perfectamente a dos, llevándome de la mano para darle un último beso al abuelito y a la abuelita cuando ya estaban tiesos como la mojama. A otro abuelo ayudé a amortajarlo personalmente con quince años, y recuerdo que mi padre le quitó de la solapa el clavel chulapón que yo, en un exceso de celo, le había puesto buscando un póstumo toque elegante. Claveles aparte, no me quedó ningún trauma, sino todo lo contrario. Todo aquello tenía algo de solemne, de lección de vida y de aprendizaje.

Pero la muerte ya no es lo que era. Ahora vas y te sientes un día un poco pachucho, el yerno te lleva al hospital en el Opel Corsa, y de allí ya no sales. Como si acabaras de caer en una trampa, te ponen un pijama, te llenan de tubos, una enfermera cuarentona pero de buen ver te dice tranquilo, abuelo, esto no es nada, y te pasas la agonía mirando el techo blanco de la habitación de la clínica, con la familia llorosa yendo a verte de cuatro a cinco, y los parientes lejanos de tu vecino de cama, que palmó ayer por la tarde, equivocándose de visita y despertándote en mitad de la siesta para decir qué buena cara tienes, tío Mariano, sin saber que al tío Mariano lo enterraron a las doce. Si duras lo suficiente tendrás varios vecinos de cama: desde el que no te deja dormir por las noches con la tos hasta ese otro con el que haces amistad y su mujer, una santa, te da conversación y hasta se ofrece a traerte la chata o el lagarto para que te alivies por las noches. Eso es lo bueno de los hospitales: que mientras te mueres, conoces gente.

Y después, que esa es otra, viene lo del tanatorio. Porque antes llegaban los del Ocaso S.A. a casa y te ponían en una caja de pino, recién afeitado, con el traje de los domingos que sólo te faltaba en el bolsillo el cigarro puro y la entrada para ir a los toros, y después se iban congregando los vecinos y los amigos en el vestíbulo, y la escalera, y la calle, antes de que te sacaran a hombros, por muy mal que lo hubieras hecho, para conducirte solemnemente a tu última morada, con las hijas diciendo que no se lleven a papá y una corona con la inscripción ‘Tus compadres de mus no te olvidan’. Ahora, sin embargo, ponen un biombo mientras te amortajan con una sábana del hospital y te sacan discretamente, a escondidas, como si palmarla fuera algo vergonzoso, y te llevan a toda prisa al tanatorio donde hay ocho o diez funerales a la vez, y la gente llega y pregunta éste es el entierro número diez, y le contestan no, éste es el número ocho, el diez es la puerta quince, allí donde llora esa señora. Y aquello ni es funeral ni es nada, todo el mundo mirando el reloj porque hay que desalojar la sala a la hora justa, música de casettes que un día igual se equivocan y te ponen a Los Ronaldos mientras el cura -con sandalias y camiseta- despacha el requiéscat con dos mantazos y media estocada. Y para postre, el nicho tiene tu nombre con letras pegadas de rotulit de ese, que se caen a los tres días, y encima el yerno sugiere que pongan tu foto. Y allí te quedas, en óvalo, mirando al personal con cara de panoli cada uno de noviembre, cuando vienen a cambiarte las flores de plástico.

Arturo Pérez-Reverte

Lenka dijo...

Totalmente de acuerdo, Eli y Cris. No os quepa duda que estoy convencida de lo que escribí. Es sólo que, a veces, personas cercanas caen en la tentación de incluir la muerte entre sus opciones. Y, para todos esos, había que decirlo.

Gracias, Anónimo, por la patente. Me gusta saber que estoy de acuerdo en algunas cosas con el Profesor.

Celadus dijo...

No se quién sería el primero, gemela, ni tampoco creo que importe demasiado, porque cada quien es cada cual y las razones de uno no necesariamente sirven para otro. Lo que realmente importa es que sabes que sobran motivos, aunque a veces no seas capaz de decir exactamente cuales son pero sabiendo en lo más hondo que están ahí y que, tarde o temprano, darán la cara.

Anónimo dijo...

(Hey, se me olvidó, la patente te la puse yo)

Ro.

Pues al parecer hay animales que se suicidan, como los elefantes o las ballenas, o al menos tienen un comportamiento de acercarse a la muerte bastante peculiar, como si supieran que ya les toca o que el mundo que les rodea no es el que debiera ser. Así que probablemente esto le ocurra al hombre desde antes de que pudiera pensar las cosas con palabras.

Supongo, además, que el suicidio o búsqueda de la muerte en casos de 'fin de camino', como Alatriste (o Aragorn, qué coincidencia) son distintos, y hasta justificables, en comparación con quien podría seguir y toma una decisión de la que obviamente no va a poder arrepentirse.

Ro

Lenka dijo...

No discuto que no sea justificable. Me enseñaron que la vida es sagrada. Que las opciones de los demás son sagradas. Me enseñaron que cada ser humano es único y que sus razones son sagradas, que cada existencia es como un templo, es inviolable, tanto así que hasta debe respetarse el derecho de cada uno a derribar su propio templo. Y lo comparto, pero no. Siempre intentaré que me sigan sobrando los motivos, y que les sobren a los demás.
(Ro, me imaginaba que habías sido tú)

Anónimo dijo...

Yo también añoro la muerte de antes.Morir en casa.Besar a los muertos...
Para nada me parece morboso;sino natural.
Hablar del suicidio es dificil;aunque si has estado cerca (muy cerca)resulta más sencillo...No es un acto de cobardía;es una acto de auto-justicia.
Seguro que el primer suicida fue por amor.No se me ocurre otra causa,otro dolor más profundo.

Albe.

Lenka dijo...

Yo también estuve muy cerca, Doc. La miré a la cara y, sabes qué? No era tan hermosa. Seguro que tú también te diste cuenta.

Tú y yo sabemos que nos sobran los motivos. Te quiero!!!

Anónimo dijo...

Yo también te quiero...
ojalá quisiera a la gvida la mitad que os quiero a vosotros!

Albe.