sábado, 28 de julio de 2007

El nido vacío

Esta es una de esas extrañas veces en las que me quedo sin palabras.
Qué puedo decirte?
Vuelve pronto.
Suerte.
Arriba.
Ya te echo de menos.
Espero que seas asquerosamente feliz.
Gracias por todo.
Estaré aquí.
Ánimo.
Me siento afortunada de haberte conocido.
Odio no haber sabido ayudarte más.
Lo siento.
No me olvides.
Cuídate.
Eres absolutamente especial.
Te quiero.
Realmente no sé qué más podría decirte. Salvo quizá que me encantaría tener un hijo como tú.

martes, 24 de julio de 2007

Llamada inesperada



El teléfono sonó a las doce y media, poco más o menos. Descolgué convencida de que sería mi madre, la noctámbula impenitente que se permite el lujo de preguntarse a quién habré salido con esto del insomnio. Pero no era ella. No era nadie. Silencio absoluto. El mismo silencio que escuché dos veces más en las siguientes llamadas, producidas en un lapso inferior a cinco minutos. Colgué mentando para mis adentros a los graciosos trasnochados, a las compañías de móviles, al vecino del quinto o a quien quiera que fuese el culpable de tal percance, desajuste, desaguisado técnico, choteo malintencionado, sobresalto gratuito o abuso perverso de la vulnerabilidad de una inocente jovencita solitaria propensa a imaginar toda suerte de desgracias .

Una menos veinte. Ring. Diga? Nada. Será mi augusto padre desde tierras gabachas? Querrá saber si he recibido ya su recochineante postal de jubilado ocioso? (Pater, pater, toda la vida recibiendo cartas y postales de tus viajes por mar y te retiras únicamente para seguir mandándome besos en tinta ahora que, por fin, viajas por tierra?)

Una menos cinco. Ring. La madre que... Diga? Nada. O sí? Espera. Te oigo, desgraciado. Te oigo respirar. Y de qué te sirve, me pregunto, tener un teléfono con pantallita caza números, si dejas que se agote la pila y no la cambias nunca más? Eso te pasa por andar comprándole viejos teléfonos de oficina a un argentino. Cinco euros. Quéjate, encima.

El insomne respira. Y suspira. Parece a punto de decir algo. Pero no lo hace. Si mi vida fuera una película (a veces lo parece) una voz distorsionada me amenazaría de muerte. O me invitaría a participar en algún juego macabro. Si fallas la pregunta, te descuartizo. Podría ser una voz de mujer, advirtiéndome que apartara mis zarpas de su marido. O una voz de ultratumba enviándome un críptico mensaje desde el más allá. "Dile a Patricia que la amo"... tachán, tachán... y yo descubriría al cabo de un tiempo que Patricia era la anterior inquilina de este piso... Podrían entregarme un mensaje en clave!! "Lobo Gris a Halcón Moteado. Cada mochuelo a su olivo, repito, cada mochuelo a su olivo". Y en cuestión de minutos, yo tendría que salir huyendo de los agentes de la CIA. Habría un hombre con gabardina, estaciones de tren, la llave de una taquilla misteriosa y un agente doble (danés, a ser posible) con ojos color turquesa... O mejor aún!!! Lo tengo, lo tengo!!! Podría haber descolgado confiadamente para escuchar un susurro burlón... "Hola, Clarice..." Me encanta!!!!

Pero no. Silencio. Una leve y lejana respiración. Y un par de suspiros. Lo asombroso del asunto es que de repente me invadió una cierta nostalgia. Vuelve a llamar. Y di algo. O no digas nada. Podemos callarnos los dos.

jueves, 19 de julio de 2007

Hoy es el primer día...


... que no consigo recordar cuándo fue la última vez que pensé en ti. Estamos de enhorabuena, ¿no te parece? Seguramente nunca llegues a enterarte, por aquello de que, finalmente, decidí tirar por el camino de en medio instalando la nada entre los dos. No fue capricho, no fue berrinche, no fue chantaje. Sólo fue eso: nada. Y la nada tuvo sus frutos. Y son estos.


Me encantaría celebrarlo contigo, cortar juntos la cinta que inaugura este nuevo momento de normalidad, sacar los pañuelos blancos y decir adiós a la magia, tan engañosa ella, tan rastrera y adictiva. Pero claro, hay dos clases de frutos. Unos son dulces (como el alivio) y otros amargos. El silencio me concedió la calma. El precio ha sido no tener derecho a compartirlo contigo, a brindar por este triunfo que es nuestro, tuyo y mío.


Lo importante es que todo está bien en el mejor de los mundos, todo pasó al fin y, aunque en su momento parecía tan lento, ahora miro atrás y me pregunto: ¿ya está? ¿Cómo fue? ¿Cuándo? ¿En qué momento preciso? ¿Cómo lo hice? Desde aquí parece rapidísimo y sin dolor. Siempre termina siendo así. Supongo que eso es lo que nos consuela a todos mientras sufrimos. El convencimiento de que, algún día, todo será un recuerdo y nos preguntaremos cómo fue posible tanta pena y cómo no nos dimos cuenta antes de lo fácil que era exorcizarla.


Ya está, se fue. No sé a partir de qué segundo empezó a evaporarse. Lo que sí sé es que mereció la pena. Y que ahora, por fin, ya sólo espero a los búhos.

lunes, 16 de julio de 2007

Un corazón dulce

Leah dio el último sorbo a su té aguado y, ciñéndose el chal, se puso en pie. Le habría encantado quedarse horas y horas contemplando el fuego, pero sabía que no era posible. Colette, la oronda cocinera, resoplaba y farfullaba para sí, dando golpes y desportillando las ollas ennegrecidas. Estaba furiosa, como de costumbre.
El estómago de Leah se retorcía de hambre, a pesar de que el olor del guiso no resultaba nada apetitoso. Sopa insípida, tocino rancio, una patata asada y pan negro. Siempre lo mismo, una y otra vez, noche tras noche.
- ¡Despierta, niña! – bramó la cocinera -. Se hace tarde.
La joven respiró hondo y levantó la enorme olla humeante.
- ¿Dónde demonios está Reine? – exclamó Colette echando en falta a su otra ayudante.
- No lo sé... – mintió Leah.
Lo sabía de sobra. La fogosa Reine estaba, a buen seguro, retozando con cualquiera de los muchachos en algún rincón del caserón. De nuevo se las había arreglado para desaparecer justo a la hora de la cena, dejándole todo el trabajo. Más tarde, regresaría despeinada y radiante, con los ojos encendidos y agotada, y, con la más absoluta desvergüenza, la abrazaría por la cintura, le susurraría un “lo siento, bonita, no lo haré más” y se pondría a fregar las ollas canturreando. Y aquella noche, cuando ambas compartieran el camastro desvencijado de su habitación helada, Reine insistiría en contarle todo tipo de porquerías con su lenguaje procaz y descarado. Y ella, pobre e inocente, terminaría riéndose por lo bajo, incapaz de enfadarse con su insolente amiga.
Los pasillos estaban oscuros y fríos como una cueva. Fuera, el viento aullaba y la lluvia de noviembre azotaba los cristales. Por todas partes se escuchaban los lamentos de los internos, golpes, risotadas, gemidos y sollozos. Las astilladas escudillas, con sus cucharones de madera, esperaban ya ante cada puerta. Las fue llenado una a una, a lo largo de aquel interminable via crucis. Cada vez que servía una ración, golpeaba suavemente la puerta con los nudillos. Y entonces, un ventanuco se abría casi a ras de suelo y una mano ansiosa aparecía para recoger el alimento. Conocía bien todas las manos. Las había famélicas, como la de la mujer que se creía un pájaro; o rechonchas y deformadas, como la del hombre que babeaba. Las había llenas de cicatrices, como la de la joven que deseaba morir; quemadas, como la del anciano que se creía inmortal; o mutiladas, como la del gigantón siniestro que había matado a todos aquellos niños. Manos dementes de personas dementes.
El manicomio era su único hogar, desde el día de su nacimiento. Su madre había servido en él terminado sus días, enferma y consumida, cuando su única hija apenas tenía doce años. El Doctor, demasiado piadoso como para desentenderse de la niña, no había sido capaz de cerrarle sus puertas. Los locos no la asustaban. Algunos de ellos eran peligrosos, por lo que pasaban atados la mayor parte del tiempo. Otras veces se les azotaba, o se les privaba de comida. Todos recibían corrientes, a todos se les sumergía en agua helada. El Doctor aseguraba que sólo así estaban tranquilos. Leah sentía lástima por todos ellos, pero jamás habría osado cuestionar los métodos de un hombre tan sabio y al que tanto debía.
Sólo uno de aquellos personajes la atemorizaba. Era un hombre joven, alto, fuerte, de pelo rubio oscuro y ojos color turquesa, los ojos más bellos que ella había visto jamás. El chico se llamaba Jean, y jamás gritaba ni se comportaba mal. Era tranquilo, educado, en apariencia inofensivo. Sin embargo, había matado al menos a veinte adolescentes, torturándolas implacablemente, con una frialdad inhumana. El Doctor le describía como un tipo sádico, metódico e incapaz de sentir compasión. Cada vez que Leah se acercaba a su celda, sentía un vacío aterrador en el estómago. Jean no esperaba la cena con ansiedad, arrodillado ante la puerta. Permanecía siempre de pie, contra la pared, mirándola con sus ojos turquesa y una sonrisa que la hacía temblar. Ella intentaba desesperadamente fijar la vista en el suelo, pero aquella mirada azul la hechizaba, y siempre, siempre, terminaba buscándola entre los barrotes del pequeño tragaluz. En aquella ocasión ocurrió exactamente así. Pero Jean no le dio las buenas noches, como solía. En lugar de eso, le habló suavemente, con su voz acariciadora.
- ¿Dónde está la preciosa Reine?
Se estremeció de pies a cabeza.
- No lo sé.
- Es una jovencita muy díscola y despreocupada, ¿verdad? Ah, la pobrecita Leah... siempre te toca a ti hacer el trabajo sucio.
El cucharón le temblaba en las manos, y gran parte de su contenido se derramó por el suelo.
- Esa lasciva muchacha debería tener un escarmiento – dijo Jean. La idea pareció divertirle -. Oh, sí, ya lo creo. Alguien debería darle una buena lección...
Leah dejó la escudilla ante la puerta y salió corriendo. No podía entender la razón, pero la calma de aquel joven le hacía sentir un pavor más hondo que los alaridos de cualquier otro interno.
Reine no hizo acto de presencia a la hora de fregar las ollas. Colette bufó como una gata furiosa. Las campanas del monasterio cercano sonaron nueve veces, pero Reine aún no se había dignado aparecer. Agotada, Leah se desvistió, se puso su viejo camisón y se dejó caer en la cama. Su pequeño fuego no tardó en apagarse, pero la joven no tenía fuerzas para levantarse del lecho y avivarlo. Cayó en un profundo sueño.
De repente, algo la despertó. De alguna manera supo que era demasiado temprano, mucho antes de las cuatro y media, la hora a la que debía levantarse. La cama estaba fría. Reine no había dormido junto a ella. Era la primera vez que algo así sucedía, y Leah se sintió inquieta. Se levantó y se cubrió con el chal. Todo el caserón era presa de una agitación insólita. Los internos chillaban, lloraban, aullaban, daban golpes. Consternada, vio pasar a varios de los muchachos, que maldecían en voz baja. Distinguió a Colette, pálida como una sábana, sentada en un rincón. El Doctor daba órdenes al fondo de un corredor.
- ¡Sacadlo de ahí! ¡Llevadlo al sótano! ¡Será castigado por su atrocidad! ¡Azotadlo hasta que no pueda tenerse en pie! Te aseguro, maldito hijo de Satanás, que vas a suplicar que te matemos.
La risa de Jean resonó burlona en sus oídos.
- ¿Vamos a jugar, doctorcillo? Juguemos... sabe que me encanta el dolor. ¡Incluso puede que me ahorquen! Aunque... quizá no, ¿quién sabe?
Philippe, aquel barbudo enorme, el ayudante del Doctor, arrastró al joven por el pasillo, sujetándole las manos a la espalda. Leah se apretó contra la pared, aterrada, cuando ambos pasaron junto a ella. Jean la miró, con una expresión tan siniestra que, por un momento, se quedó sin aliento. Quiso apartar la vista, pero no pudo. Se quedó atrapada por aquel azul hermoso y desquiciado.
- ¿Has pasado frío esta noche, sola en tu cama, Leah? – le susurró suavemente -. La preciosa Reine también tenía frío. La calenté entre mis brazos y devoré su corazón. Me pregunto si el tuyo será tan dulce...

lunes, 9 de julio de 2007

Nombres malditos


No soy creyente ni supersticiosa. Pero me gustan los ritos. Algunos. Me gustan las velas, jugar a ver el futuro con una baraja o esconderme entre los árboles o frente al mar cuando necesito calma. Me gusta meditar a veces, tumbarme a oscuras y dejar que la música me eleve. A veces pienso en seres queridos que sufren y les imagino dentro de una pirámide de luz. Me gusta creer que con esos trucos infantiles, con esas pequeñas magias, consigo cosas buenas.

Me gusta la noche, la luna, los gatos y los búhos. Siempre he tenido más alma de bruja que de hada. Me gustan mis pequeños talismanes. Creo que nací bajo una estrella dual (capaz de la mayor languidez y de la más extrema energía) y básicamente nostálgica. Mi humor cambia como la marea y casi siempre sin motivo. Creo que soy un alma triste con habituales arranques de entusiasmo. Lo asumo, lo llevo bien.

Pero eso sí, creo en la suerte. Al menos en la de algunas personas. Conozco a personas de esas que siempre encuentran el apartamento más estupendo de pura casualidad, que consiguen el viaje más exótico y barato en el último segundo, que reciben la mejor oferta de empleo dos días antes de que finalice su anterior contrato. Hay personas que nunca tienen que esperar al autobus, porque éste llega siempre en cuanto ellos ponen un pie en la parada. Personas que siempre logran las últimas entradas del espectáculo, que consiguen la devoción de aquellos en los que ni se fijaron, pero que al final resultaron parejas maravillosas. Hay personas con estrella. Yo no soy de esos. Yo soy de las que se quedan a la puerta en casi todo, en el piso con dos terrazas, el trabajo perfecto, el amante ideal. Normalmente la vida me permite ver, acercarme lo suficiente como para desear y luego decide que no es para mí. También eso lo tengo asumido. Y supongo que me está bien empleado por ser tan aficionada a las heroínas trágicas.

No creo en el destino, pero sí en la misión que cada cual tiene. En las lecciones que uno debe aprender en la vida. Y creo que son tan evidentes que sólo alguien muy poco dado a mirar hacia dentro es capaz de ignorarlas. Sé que mis lecciones en esta vida son tres, básicamente. Aprender a dominar la ira es una de ellas. El esfuerzo constante es otra (difícil lección para una veleta casquivana y diletante en todo cuanto se propone). Cultivar la paciencia es la tercera. Se supone que, cuando me enseñan el piso de mi vida y me dicen dos días después que se lo han dado a otro, debo sonreír en lugar de blasfemar, buscar con más ahínco y confiar en que, al final, todo saldrá bien. El resumen de mis tres lecciones podría ser el optimismo. Y cualquiera que me conozca sabe bien lo improbable que es imaginar que yo me vuelva optimista. Por eso agradezco a todos los Coelhistas que voy cruzándome en mi camino los enormes esfuerzos que hacen por soportarme. Y lo mucho que me enseñan.

Eso sí, en medio de mi mundo racional de pesimismo, nostalgia del éter, ira, pereza, impaciencia y pequeñas y aburdas magias, reina la más estúpida de las supersticiones. Los nombres malditos. Hay nombres que me persiguen con insistencia de perdiguero. Nombres que me predisponen ya de entrada contra la persona que los ostenta. Tantas veces he tenido serios problemas con los portadores de dichos nombres (portadoras en este caso) que su sola mención me pone alerta. Medito seriamente y trato de ser racional. Es una superstición absurda, luego, ¿no seré yo, con mis prejuicios, la que se empeña en que las así bautizadas sean mis enemigas? Analizo los hechos con toda la frialdad de que soy capaz. Y, finalmente, el resultado me deja más confusa si cabe. Fui amiga de esos nombres y todo terminó mal. Llegaron de nuevo, repetidos en otras personas, y todo terminó mal. Seguramente es absurdo considerar tal casualidad como un hecho irrefutable, pero, ¿cómo evitarlo? Los nombres vuelven una y otra vez, y las cosas se tuercen. ¿Profecía autocumplida? ¿Sería yo más tolerante con ciertas personas si sus nombres fueran otros?

Respira hondo (soy un junco), renuncia a la ira (soy parte del universo), sonríe (soy feliz), piensa en positivo (la vida es hermosa), esfuérzate (qué chica más adorable) y ten paciencia (al final todo irá bien). Sé optimista. Renuncia a la oscuridad, camina hacia la luz. Puedes hacerlo. ¿Puedes hacerlo? Maldición. El yoga no es lo mío. En mi próxima vida me tocará volver como serpiente. Seguro.

martes, 3 de julio de 2007

La misma historia


Hay historias que se repiten con una tozudez sorprendente. La tuya consiste en dejar las cosas a medias. Por miedo, por estupidez o por la conjunción de los astros, eso depende. Pero siempre a medias. Las acabas sí, pones punto y final cuando todo te supera, cuando el grado de surrealismo es superlativo e insostenible, cuando tienes el alma hecha picadillo. Y respiras. Se acabó. Y te invade una sensación de alivio que te hace creer que has hecho lo que debías. Y sí, lo has hecho, desde luego. Has hecho lo más sensato, lo más maduro, lo más sano. Y te apetece abofetearte por ello.


Y entonces, le das vueltas al asunto. Te preguntas una y mil veces si no deberías haberlo dicho de otro modo, si ha entendido tus motivos, si dijiste todo lo que querías decir, si debiste ser más brusca, o más tierna, si pintaste muy gris lo feo o demasiado rosa lo bonito, si fallaste en algo, si volverte egoísta fue lo más inteligente, si no debiste quedarte y aguantar... No debías. Hiciste lo correcto. Y lo sabes. Merecías otra cosa y no un baile de máscaras. No fallaste. Y seguramente no te fallaron, aunque no puedas evitar la decepción del tiempo que perdiste encerrada en una caja, esperando a que alguien se acordara de ti, cerrara puertas y ventanas y te sacara un rato para que te diera el aire. Eso lo sientes, y no puedes evitarlo. Pero te revienta no haberlo dicho. Y al mismo tiempo, te alegras. Te alegras porque no querías ser cruel. Porque cerraste la puerta despacio y con una sonrisa, con el mejor de tus deseos. No, no querías decirlo, pero querías que lo supiera. Que lo entendiera. Que no pensara que le abandonabas por capricho, sino por miedo y porque ya no soportabas la idea de seguir contando los minutos ni un minuto más.


Pero no sabes lo que piensa, no sabes si te entendió, porque cerraste la puerta para no volver a abrirla, porque no le permitiste responder. Porque sabías que habría bastado una palabra suya para abrir todas las puertas de golpe. Así que echaste a correr tapándote los oídos. Huíste y te pusiste a salvo. Pero, como eres estúpida, vuelves a dudar. Y te haces preguntas. Todas esas preguntas...


Siempre sabes que has hecho lo que debías. Lo sabes, con toda certeza. Una tras otra, tus historias se quedan en el aire, sin un final. Una y otra vez, hastiada del suspense, rubricas tú ese final, siempre apresurada, muerta de miedo, torpe y desencantada. Un mal final para cerrar viejas historias que siempre son la misma. Bonitas historias con finales indignos de ellas. Indignos de ti, aprendiz de escritora. Lástima de finales.


Has hecho lo correcto, lo que debías, lo lógico, lo inteligente, lo sensato. Y lo sabes. Y te darías de bofetadas una vez más.

lunes, 2 de julio de 2007

Luna Azul


Dicen algunos que la luna nos altera, que influye en nuestro estado de ánimo. Más allá de las mareas, de los ciclos que rigen la naturaleza femenina, más allá de la poesía, el romanticismo, los deseos y la contemplación. La razón más poderosa para mirar al cielo, la reina de las sombras, inalcanzable, mística, inspiradora. Hay quienes aseguran sentir su influjo de manera especial, quienes le atribuyen la capacidad de sacudir sus emociones, quienes la culpan de su melancolía, su lucidez, su lascivia, su ira, del vaivén de sus energías más secretas.


Este pasado mes de Junio, el universo nos obsequió con el prodigio de dos lunas llenas. Es un fenómeno que se conoce como Luna Azul. Así que, ya que la adoramos sin condición, culpémosla a ella de nuestras neuras. Al fin y al cabo, ya está acostumbrada. Seguramente se alimenta de ellas.


Feliz Hechizo, Lunáticos.