lunes, 31 de diciembre de 2012

Y, al fin, el 13

 Podría ser un buen año. No en vano es mi número favorito. Podría ser un buen año, sí. Por qué no? Antes incluso de su llegada ya me inspiró, empujándome a dar pasos de los que no me creía capaz, pasos ante los que miraba con terquedad a otro lado. El 13 traerá ciertas conclusiones y, por primera vez en mi vida, me he hecho incluso no una lista de propósitos (porque no sirven) sino de certezas.
 
El 12 ya se despidió con algunos guiños. Cesta de Navidad, una pedrea, y, en cuanto a lo importante, los nanos dando sus primeros pasos y nosotros (nosotros dos) poniendo en claro temas pendientes con fin de semana contemplativo de por medio. Asuntos laborales encontraron el fin su respiro, logré agarrar de nuevo unas riendas que había perdido no sé dónde y volví a mirarme al espejo de frente para descubrir cosas que había que amputar con urgencia. Cierto, también resultó un año nefasto. Perdí al primero, más sólido y querido de los eslabones de mi cadena, de mi clan. Hubo sus más y sus menos. El dolor no me dio tregua, el agotamiento me devastó, el mal humor casi me volvió loca, me sentí superada, ninguneada, invisible, decepcionada. No recuerdo haber llorado tanto en muchos años. El 12 ha tenido sus magias, claro, pero, en general, ha sido un año olvidable. Lo bueno es que pasó. En poco más de una hora, se habrá ido.
 
Así las cosas, el 13 sólo puede presentarse a lo grande. Sólo puede ser un buen año. Tiene que serlo, va a serlo. Lo será. El 13 mis cachorros correrán, aprenderán a hablar, descubrirán todo un mundo a su alrededor (y yo no me cansaré de descubrirles a ellos). El 13 seremos mejores, nos cuidaremos más, nos querremos más. El 13 no soltaré las riendas y me acomodaré en esta posición adulta que, eso creo, me sienta bien. El 13, quizá, los dolores remitan un poco, o quién sabe si se descubrirá algo nuevo que nos suavice los días... (lejos, calculo. En alguna hermosa tierra sin recortes). El 13 sabré si ya soy escritora o si debo seguir intentándolo. El 13 hará un lustro que estamos juntos, aunque parezca toda una vida (por lo bueno, que conste. Vale, por lo malo también). El 13 será el año en que cumpla un número tremendamente importante, ese que te recuerda que hace 5 años que entraste en la treintena y que faltan otros tantos para subir un peldaño más, uno que impone, que quizá da un poco de vértigo (o eso nos han contado).
 
No tendré otro 13. Este tiene que ser especial, tiene que ser el año. El que sí merezca ser recordado. Ya, ya sé que, de momento, no parece que esté por la labor de comportarse. Pero no olvidemos que aún estamos en el 12, así que es este (tan horrendo que hasta a los Mayas les caía mal hace eones) el culpable de todo. De perpetrar esa absurda tradición que hace que Trasto y yo pasemos las tardes de Nochevieja en urgencias los años pares, por ejemplo. En el 10 el diagnóstico fueron mellizos. En el 12 han sido unas posibles paperas. De que Trasto haya cenado a las nueve y media y ya esté en cama, por aquello de que a las cuatro y media de la mañana sonará el despertador. Camino del curro va a vivir su propio y auténtico apocalipsis zombie. Seguro. De que yo misma teclee con media cara hinchada, un dolor muy inoportuno que me va desde el hombro hasta la oreja (¿¿??), ganglios tamaño nuez y la mandíbula rarita. De que se me haya roto mi pendiente favorito. De que aún no haya visto al Dalai y, seguramente, no llegue a ver de nuevo a la Pirata antes de que deje la tierrina. De que vaya a cenar sola sopa de fideos y un poco de pez (puaj) porque la velada en el centro de salud no dejó tiempo para nada. Todo eso (y mucho más) es culpa del maldito 12. Pero no pasa nada. En ua hora llega el 13. Seguramente nada me librará de los dichosos voladores intempestivos (hoy hay barra libre para hacer el animal), los nanos se despertarán y será el caos. Bueno. Resignación. Será el 13 y todo pintará mejor. Porque así lo he decidido.
 
Feliz 13. Para todos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Micromachismos varios

 Ya sé que suena a coches pequeñitos, pero no. Solía llamar así a esos machismos cotidianos y habituales que suelen pasarnos desapercibidos. A todos y a todas. Son esas cosas "sin importancia" que, precisamente porque no resultan escandalosas ni sangrantes, seguimos manteniendo y transmitiendo a las nuevas generaciones, sin darnos cuenta de que sientan bases peligrosas, porque, cuando los vas sumando, originan machismo a secas, machismo de los gordos. Y hasta pueden desencadenar en el otro, en el que sí es sangrante. Resulta que el término no es mío. De hecho es oficial, existe, hay tesis sobre él y alguna llegó a caer en mis manos mientras curraba en según qué sitios muy sensibles al tema. Me sorprendió descubrir que mis curiosas ideas no eran tan descabelladas al fin y al cabo, que muchos otros las habían cavilado y estudiado antes.
 
Tal día como hoy, en apenas unas pocas horas, me he encontrado con dos de esos micromachismos. En uno de ellos, que ya he experimentado cientos de veces, un tipo afable y simpático recurría al clásico (y cansino) argumento del: "mujer, no te enfades". Y es que, es cosa sabida, las mujeres no sabemos debatir ni intercambiar opiniones. Las mujeres, de hecho, no pensamos siquiera. Las mujeres nos enfadamos. Porque sí, porque somos hipersensibles, histéricas incluso. No digamos en esos días del mes. Las mujeres no nos expresamos, perdemos los nervios. Los hombres pueden debatir, por supuesto, y hasta sentar cátedra con autoridad. Pueden discutir entre ellos porque están entre iguales, y si recurren al taco, el cagamento o incluso el insulto, sólo están siendo vehementes. Nosotras, aun siendo perras viejas en según qué medios, aun midiendo cada palabra, aun evitando cualquier exabrupto, aun empleando fórmulas de cortesía que rozan lo ridículo, nos enfadamos. Somos así, las tías. Unas taradas. Es lo que hay. Ay, pobrecita, la nena. Que se altera. Qué mona.
 
Y luego, para rematar, se encuentra una de golpe y porrazo con una de esas fotos con mensaje que pululan por las redes sociales. Concretamente esta había sido ideada y difundida por un grupo de supuestas feministas combativas. En la imagen podía verse a un chico peinando a una niña, y la mega frase con enjundia rezaba como sigue: "un aplauso para esos hombres que ayudan en casa". Bien. O sea. Un aplauso. A los que AYUDAN. Un-a-plau-so. Plas, plas. Con un par. A los que ayudan (entiéndase, AYUDAN) hay que aplaudirles. Guau. Guau, en serio. Para empezar, eso de que ayudan es pa cagarse. Ayudan? De verdad? A quiénes? A nosotras? Nos ayudan? Son así de encantadores y solidarios que deciden AYUDARNOS en esas tareas que son NUESTRAS? Todavía estamos así? A estas alturas? Un grupo de tipas luchadoras y reivindicativas consideran que si un Manolo o un Pepe ponen una lavadora o hacen una trenza las están (nos están) AYUDANDO? Jo-dó. Es decir, llevar una casa en la que viven ambos, que disfrutan ambos y que usan ambos, si tienes vulva es lo normal, pero si tienes pene es algo extraordinario digno de aplauso? O sea, hacer la compra, limpiar, cocinar, lavar ropa y atender a los críos es un deber de mujeres que, algunos hombres majos y enrollaos, nos ayudan a sobrellevar? Y, encima, tenemos que aplaudirles por el supino esfuerzo? Cielos. La de aplausos que nos deben, entonces! Queridos Manolos y Pepes, ya podéis empezar a aplaudir a vuestras abuelas, madres, hermanas, amigas y parejas. Sentaos mientras, que os llevará un rato.
 
Pues nada, oiga. Un aplauso. Y, ya que estamos, aplaudamos a todas esas madres que dan de comer a sus hijos. Y a los hombres que tienen la deferencia de preguntarnos antes de meternos la picha dentro. Aplaudamos, en general, a la gente que no defeca en la calle. Y a esos compañeros nuestros que tienen el detalle de venir cada día al trabajo. Aplaudamos al vecino que saca la basura y no convierte su piso en un estercolero y la vida de toda la comunidad en un infierno. Aplaudamos al camarero, coño, que nos trae un café en lugar de mandarnos a la mierda. Aplaudámonos todos, así, resumiendo. Aplaudamos a la gente que hace lo que tiene que hacer, lo que viene siendo de recibo. Y aplaudamos de paso la estupidez, porque está claro que nunca podremos con ella.