miércoles, 8 de septiembre de 2010

Todos los nombres


Siempre he padecido una auténtica obsesión por los nombres, las caras y las raíces. Siempre he sentido la necesidad de mantener vivos, tanto como sea posible, a esos fantasmas de mi sangre que no llegué a conocer pero que tanto interés me despiertan desde niña. Me pasa con los viejos retratos. Incluso si nada tienen que ver conmigo. Dejad en mis manos una caja llena de ajadas fotos e inventaré su historia, su genealogía, sus secretos, sus pasiones, sus vidas y sus muertes. Sospecho que no hay nada que me fascine más. Cada rostro es una invitación a soñar sobre el papel. Regaladme fotos viejas. Algo inventaré con ellas.

Y hoy, tras meses de dar el álbum verde por perdido, resignada a que tantas mudanzas se hubieran cobrado el más querido de mis tesoros, lo he encontrado. Allí estaba, enterrado entre cientos de papeles, en mi viejo escritorio de niña, en casa de mi madre. Parece ser que en alguno de los intermedios entre alquiler y alquiler decidí ponerle a salvo en mi primera casa, la que nunca cambia. Ahora que también yo tengo un refugio que parece estable, me lo he traído conmigo.

Aquí los tengo. A Sabina y José, los tatarabuelos, que fumaban por las noches los cigarros que ella liaba con extraordinaria habilidad. Grises y viejísimos (quizá tenían cincuenta años a lo sumo cuando les retrataron) con sus arrugas profundas, sus ropas de campesinos y su pobreza. Victoria, otra tatarabuela, de negro riguroso y sentada en una silla desvencijada, al pie del camino, rumiando sabe Dios qué pensamientos. Otra más, Prudencia, con la mirada baja y desconfiada, sujetando una cesta que parece llena de flores. La bisabuela Mercedes, sin pañuelo y con dengue. Su marido, Rafael, el que no resistió y se quitó la vida,  y del que quizá sólo quede esta foto en la que posa joven, serio y con bigote. La bisabuela María, con su vestido, su moño, la espalda recta, posando con el garbo que siempre tuvo, como una condesa en el porche de su casa, despampanante como una muñeca rusa. Su marido, Julián, con sus ojos tristes y hermosos, mezclando de manera insólita el traje de los domingos con una boina curiosamente colocada a estilo guerrillero. Puede que esta sea también su única imagen, porque lo mataron muy joven y no hay ni tumba para llorarlo.

Mi abuelo en el seminario, con sus gafas de montura gruesa, rodeado de otros jovencitos. Una bandada de cuervos serios, envarados algunos, asustados otros, caras de hambre y de infancia corta. Mi abuela Mila, la Barbuda, despeinada y ceñuda con no más de cuatro años, rodeada por su madre y sus hermanos, Lolo, Maruja, El Ruan, El Hostio, Julio y mis adorados Rafa y Ángel (este último con la misma cara de golfo que tuvo siempre). Mis abuelos el día de su boda, él clavado a Sazatornil, ella como una mezcla de tía Memé y tía Bebe, sonriendo tímida, con sus ojeras eternas, perlas que quizá sean falsas y un broche que tal vez fue prestado.

Y faltan todavía. Aún tengo que bucear mucho en los cajones de los míos, para que me cuenten quién es ella, quién es él, cuaderno en mano para que nada se olvide. Aún tengo que reunir a Papín y Mamina, y saber qué barco fue el que se hundió en el Atlántico acabando con la vida del padre de Silvino, en qué pozo terminó la vida del propio Silvino, cuándo explotó aquella mina olvidada bajo los pies del padre de Amparo, en qué boda se pusieron negros los huevos cocidos, quiénes eran "los ricos" que daban nabos forrajeros a Samuel cuando era niño, y cómo se los iba comiendo crudos del saco volviendo a casa, dónde estaban operando a Carmina cuando cayó la bomba y todos salieron corriendo dejándola abierta como un sapo en la mesa de quirófano, lo bien que lloraba Gene para dar pena y conseguir limosna, los tiros de la Revolución pescando a Sabina en un autobús destartalado camino a la plantación de su padre, cómo planchaba Luisa las camisas del señorito, cuántas veces terminaron a navajazos los parroquianos en el bar de los abuelos... Aún quedan muchos nombres, muchos rostros... muchas vidas.

5 comentarios:

Juan dijo...

Creo que, desde hace unos 25-30 años, hemos comenzado a vivir una nueva Era.

En mis tiempos de pupitre estudiábamos la Edad Media (alta y baja), Edad moderna y Edad contemporánea. En cada cambio de Era se producía un cambio importante en la vida y mentalidad de las gentes.

Cuando miras las fotos de tus antecesores o cuando me acuerdo de mis primeros años de infancia, me doy cuenta que nuestra forma de vivir y de pensar ha cambiado de una manera absolutamente radical.

Nací en el siglo XIX, crecí en el XX y ahora vivo plenamente en el XXI.

Creo que en la historia de la Humanidad nunca se ha producido un cambio tan drástico en tan poco tiempo.

Y tus fotos con sus historias me lo han recordado.

Lenka dijo...

De niña no daba crédito a las cosas que me contaba mi madre sobre su infancia. Que sus muñecas eran de cartón???? Que no tenían baño en casa???? Que ella y su hermana no nacieron en un hospital, sino en la cama de su madre????? Que ir al cine costaba cuánto?????

Alucinaba en colorines. No podía ser cierto que con cinco o seis años iban solas a cuidar el ganado, o caminando varios kilómetros hasta el pueblo vecino para ir a la farmacia. Imposible!!!!

Creo que ahí empecé a interesarme cada vez más por las historias familiares. Cómo era entonces antes de eso?? Que la bisabuela se quedó lela cuando instalaron la luz y sólo había que largarle un pellízco a la pared? Que cuando pusieron una tele en el bar de los abuelos la gente salía corriendo si en la pantalla se veía un tren, un coche o a un señor pegando tiros? Que algunos preguntaban pasmados cómo puñetas cabían las personas en una caja tan pequeña?

Estaba absolutamente convencida de que aquella época había sido realmente en blanco y negro. No lo dudaba ni por un momento. Por eso insistía en que me contaran más cosas, en ver las fotos. Porque me parecía otro mundo.

Juan, naciste en el siglo XIX??? Déjame decirte que te conservas divinamente!!! ;)

Besos, chicos!

Juan dijo...

Jajajajaja.

Pues sí, nací en el XIX.

Teniendo en cuenta que nací en Córdoba, no lo hice en el Hospital sino en la cama de mis padres. No teníamos cuarto de baño ni televisión, aunque sí electricidad.

Los braseros eran de picón. La leche la comprábamos directamente al cabrero, que pasaba todos los días con las cabras delante de casa y las ordeñaba directamente sobre el capazo que le dábamos. Los pollos se compraban vivos en granjas de al lado y mi padre los mataba y mi madre los desplumaba. No había frogorífico sino una fresquera. Ni lavadoras.

Juguetes, los justos (uno en Reyes) pero tampoco hacían falta: todos los niños del barrio eran tus juguetes y, el que tenía un balón, EL REY.

No se compraban higos, se cogían directamenmte de la higuera de la Huerta de Pepe.

Las casas tenían puertas, pero no se usaban, siempre estaban abiertas.

Mi infancia se pareció mucho más a la de cualquier niño del siglo XIX que a la de cualquier niño de ahora.

Lenka dijo...

La tuya y la de muchos, por lo que veo. Sí, me suenan esas cosas, Juan. Casi todas las vivieron mis padres y alguna aún pude verla yo en directo. Y recuerdo que, aunque era una enana, me sentía como viajando en el tiempo!!!!

Rosa, anímate a contar, no lo dudes!!!!

Besotes!

Juan dijo...

Pues sí Luna, también "naciste" en el siglo XIX.

Tenía todo como una medida más humana. No quiero decir que mejor ni peor, pero tan diferente.

Siempre me he considerado una persona de pueblo. Y quizás me hubiera encantado vivir en uno. La vida en ciudad tiene una dimensión distinta, unos tempos diferentes.