lunes, 5 de octubre de 2009

Nuestro Hombre de Hierro


De pequeño ya era un coñazo de puro inquieto. No podía parar ni un minuto, ni siquiera frente a la tele, lo que le convertía, a mi juicio, en un hiperactivo genuino, no en un malcriado, como se estila ahora. Nada le interesaba más que el deporte, especialmente el fútbol. Jamás me ha interesado esto del balón y las porterías, pero confieso que saltaba del asiento al verle jugar a él. Diréis que lo normal es elogiar a los de casa, pero no digo más que la verdad cuando afirmo que era bueno, realmente bueno y, además, limpio, legal, un caballero. Nunca le vi lloriquear ni hacer piscinas, nunca le vi un mal gesto ni una entrada anti deportiva. Nunca le vi reclamar al árbitro ni ponerse estupendo. Amaba el fútbol. Era su sueño. Por desgracia, como muchos otros chavales, vio cómo se deshacía esa ilusión a causa de una lesión provocada por otro jugador con menos escrúpulos y menos elegancia de la que él siempre tuvo. Imagino lo mal que lo pasó, pero se repuso siempre. Es de esos que no apea la sonrisa, así que decidió que se dedicaría a enseñar el amor por el deporte a otros. Y eso hizo.


Hizo eso, estudió (aunque su madre le daba por perdido desde niño, dado su increíble afán a contemplar el vuelo de las moscas), sentó la cabeza, se casó incluso, tuvo una hija (hiperactivo calco de su padre, ah, querido, la cósmica venganza) y siguió amando el deporte, el esfuerzo, la superación. En su caso podría considerarse casi una adicción. O sin casi. El muy tarado acaba de pasarse por el arco del triunfo nada menos que un Ironman. Y, para aquellos que no sepan de qué hablo (tampoco yo lo sabía) les aconsejo que lo descubran con un click. Alucinante. Aprovecho la ocasión (cómo no) para patear el culo del mito del sexo débil, una vez comprobada la cantidad de mujeres que han conseguido superar semejante prueba (algunas veces incluso en modalidades multiplicadas) con tiempos que no difieren mucho de los logrados por sus compañeros varones (ya está, alegato feminista concluido). Él no iba a ser menos que nadie. Estaba claro. Semejante proeza en menos de diez horas. Increíble. Sencillamente increíble.


Felicidades, Quines, Gran Chu, nuestro Hombre de Hierro. Felicidades. Por no rendirte jamás, por disfrutar de cada minuto de tu vida, de cada kilómetro. Por demostrar una y otra vez hasta dónde puedes llegar.

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