lunes, 11 de febrero de 2008

El de Puerto Rico

Mi abuelo Víctor (padre de mi padre) tiene 88 años y una memoria que es un prodigio. Una memoria que le permite soltarnos catilinarias constantemente, recitar en griego y latín y contarnos historias. Una de mis preferidas es la del tío de Puerto Rico.
Era hermano de Ramón, el abuelo de Víctor. No ha trascendido cómo se llamaba, o yo no lo recuerdo. Víctor no llegó a conocerle, pero su historia fue contada una y mil veces por todo Carreño, de puro jugosa, dramática y llena de misterio. El hermano de Ramón fue uno de tantos que se embarcó hacia las américas, uno de esos que vemos en las fotos ajadas de los archivos de indianos, flaco, sucio, gris, con los pantalones atados con un cordel, la boina y las alpargatas raídas, uno de esos que a los 19 años parecen tener 50. Uno más de los que huían del hambre. Después de un viaje que, seguramente, resultó una odisea, el hermano de Ramón puso los pies en Puerto Rico. Y nada más se supo de él en muchos años. Hasta que regresó a Carreño.

Me imagino que la gente no le reconocería. Se cuenta que estaba gordo, reventón, sano, vestido de señorito y enjoyado. Que repartió dinero a los chiquillos, que invitó a rondas en los bares y que habló de las maravillas del otro lado del charco. Se vanagloriaba el nuevo rico (con su disfraz de rico, pero tan ignorante, seguro, como cuando salió de los praos de Logrezana con el petate, camín de Xixón a patuca, pa embarcar y marchar p´allá alantre) de tener tantos terrenos que no se abarcaban en todo un día a caballo. Presumía, incluso, de llevar cada semana al banco la calderilla, lo suelto, lo menudo, lo que sobraba (lo gordo lo escondía en casa, bajo una baldosa, como buen aldeano) y de llevarlo, atención, en un carretillo. A sus paisanos, seguramente, se les ponían los ojos redondos del pasmo. Un carretillo lleno de dinero. Y eso era sólo lo menudo! Cuando mi abuelo me lo cuenta, se ríe a carcajadas y menea la cabeza. "Ay, Dios mío... Quién vería a ese infeliz, peleándose con el carretillo, vestido de ricachón y sudando a la solana... Y tan convencido estaría de ser la envidia de todos. Las familias ricas de allí se debían morir de la risa, ay, Señor..."

No había vuelto para quedarse, desde luego. Había vuelto para demostrar su triunfo y para reclamar a la novia de toda la vida. La novia, una aldeanita campesina, como había sido él, debió quedarse de piedra. Imagino que ella (y la familia en pleno) dieron gracias al cielo por semejante golpe de suerte. Aquello ya no era casarse con un chico honrado y trabajador, de buena familia, de los de aquí de toda la vida, y compartir una existencia de espinazos doblados, lutos, hambre, resignación e hijos llenos de mugre. Qué va. Era el chico honrado y trabajador, y podrido de dinero, y un palacio, y tierras, y criados, y vestidos, y sombreros, y encajes de Holanda. Era lo que ninguna madre de Logrezana, ni de Carreño entero se había atrevido a soñar para cualquiera de sus hijas.

Hubo boda, naturalmente. Buena boda y con mucho gasto, mucho traperío y buenas tripadas. Y allá que se embarcaron los recién casados, camino al paraíso. Durante el viaje, el hermano de Ramón le hizo a su mujer una curiosa advertencia: "No comas ni bebas nada que te den allí si no estoy yo delante". Seguramente, la pobre chica no entendía nada. Pero, en realidad, qué importaba? Cosas de hombres. Se obedece sin hacer preguntas. Quizá la pobre criatura no era tan obediente al fin y al cabo. O puede que pesara más la gula, la curiosidad, o tal vez un mero descuido. El caso es que murió a los pocos días de pisar Puerto Rico, apenas estrenada su nueva vida, su palacio, sus vestidos de rica y sus encajes.

La versión oficial hablaba de unas fiebres. Pero en Logrezana y en todo Carreño se murmuró durante años. Y la historia que llegó hasta mí fue otra muy distinta. Lo que las mujeres contaban en la cocina, en voz baja y desgranando arvejos, y los hombres comentaban en los bares, era que el hermano de Ramón "tenía una negra". Y que la negra, soliviantada con la llegada de la usurpadora, de la esposa blanca, celosa y mala como son las negras, alguna magia del diablo le haría, o vete a saber si la envenenó con algún bebedizo. Brujerías africanas. Seguro. Pues menudas son, las negras.

Pobre chiquilla. Ni siquiera tuvo tiempo a disfrutar de su vida de lujos, de su inesperada fortuna. Su marido, el hermano de Ramón, ya no volvió a Asturias. Vivió unos cuantos años más y fue de vital importancia para Logrezana. En primer lugar porque dio a sus paisanos tema de conversación y entretenimiento para varias generaciones. Y en segundo lugar, porque tuvo la delicadeza de morirse pronto y sin hijos (al menos legítimos) dejando a sus hermanos una herencia apabullante. Ramón, el abuelo de mi abuelo, se vio por aquel entonces con 350.000 pesetas, una cifra que, me imagino, debió darle mareos. Se compró una hacienda de 100 días de bueyes que repartió entre sus hijos, y construyó una casa para cada uno de ellos (con sus cuadras, sus hórreos y paneras, su ganado y demás) Ahí siguen esas casas y esas tierras, habitadas ahora por la cuarta y la quinta generación. Y el panteón de mi familia, en el cementerio en el que yo jugaba de niña. Y todo gracias a un pobre campesino que se embarcó con las manos en los bolsillos y tuvo la suerte de hacer dinero. Y a la memoria de mi abuelo Víctor, que me lo cuenta muchas veces para que la historia, tantas historias, no se perdiera.

5 comentarios:

Tania dijo...

Hola, llegué aquí de rebote y quería que supieses que me lo he pasado bien leyendo esta historia. ;D. Saludos.

Lenka dijo...

Gracias y bienvenido. Tómate algo.

;-)

Anónimo dijo...

¡Q bonita historia, Lenka!
M ha emocionao.
Un besu

Lenka dijo...

Gracias, Bow. Besos!

Anónimo dijo...

Me encantan tus historias familiares, Socia.