lunes, 26 de enero de 2009

Octogenarios


Cuando era niña me consideraba tremendamente afortunada al pensar en mis abuelos. La mayoría de mis compañeras ya habían perdido a alguno de ellos. Había quien sólo tenía una abuela, o un abuelo. Había, incluso, quien no había conocido a uno, o a varios. A mí me resultaba difícil encajar la idea de no haber visto nunca a un abuelo, y tremenda la idea de perderlos. Y eso que, aunque siempre tuve con ellos una relación nutrida, estrecha, tampoco es que me criaran, como sí les pasó a muchos de mis amigos.

Además, cuando fui creciendo, se impuso ese carácter despegado mío, con lo que, aunque los adoro, reconozco que pueden pasar meses sin que se me ocurra llamarles o visitarles. Aunque eso ha ido cambiando. Quizá porque antes era consciente de mi suerte, pero, al mismo tiempo, lo asumía como algo natural que me acompañaría sin más. Ahora soy mucho más consciente de lo afortunada que soy, porque sé que, inevitablemente, se irán, como se van todos los abuelos. Así que les llamo, les visito, les tengo mucho más presentes y atesoro cada historia que me cuentan, cada recuerdo que aflora, cada anécdota y cada gesto o manía que me imprimieron en los genes.

Imagino que en parte es gracias a Ángel, a Rafa, a Luisa o a Sabina. Tíos abuelos míos que nos dejaron, que recuerdo con enorme cariño y que me hacen arrepentirme de no haber pasado más tiempo con ellos. Porque resulta que eran fascinantes y tuvieron vidas fascinantes. Sobrevivieron a guerras, exilios, hambrunas, enfermedades, pérdidas tremendas. Vivieron en primera persona ese tipo de existencias que hoy día, desde la comodidad del sofá y la taza de café caliente, leemos en biografías de seres que consideramos sublimes y nos dejan con la boca abierta. Y no hace falta perderse entre las páginas de un libro, ni pasmarse ante los fotogramas de una película épica para acercarse a los héroes. Muchas veces los tenemos en casa, en la sangre, y ni lo sabemos. Muchas veces nuestros ancestros no son conscientes de que fueron héroes, porque no descubrieron vacunas ni conquistaron pedazos de tierra. Ángel sacó adelante a su familia y trabajó como una bestia hasta el final. Rafa perdió las piernas, pero nunca la sonrisa. Luisa, con quince años, planchaba la ropa de los ricos de Vetusta rezando para que los suyos, que se habían quedado en el pueblo, estuvieran bien, lejos de las bombas y los tiros. Sabina desembarcó en Cuba en plena revolución para ir al encuentro de su familia. No hicieron grandes cosas, pero son héroes. Para mí, lo son. Ellos nunca lo creyeron así. Yo, en cambio, estoy convencida de ello. Por eso los recuerdo y rescato sus historias, que espero contar a mis hijos algún día. Por eso siento cada minuto que, por pereza o por pasotismo, no pasé con ellos.

Y por eso, supongo, me siento tan afortunada hoy día, camino de los treinta y uno y conservando a mis cuatro abuelos. Doy gracias por haber conocido incluso a una bisabuela en mi niñez, y por haber llegado a la vida adulta con el tesoro inmenso de esos cuatro pilares, de mis raíces. Hace pocos días, el más joven de ellos cumplió los ochenta. En noviembre, si los dioses quieren, el mayor de ellos cumplirá los noventa. Poco a poco, todos han pasado ya una barrera más que respetable. Y, como era lógico, llegan los tiempos de los achaques. Y doy gracias, porque los cuatro llevan una vida magnífica, valiéndose por sí mismos, una vejez tranquila, acomodada, con los suyos, una vejez que aún pueden festejar como protagonistas. Y porque son héroes, y no lo saben. Lo son por las mil razones de sus vidas y porque aún hoy, octogenarios todos, Víctor salmodia en latín y nos cuenta chistes de curas, aunque el corazón se le vaya fatigando lentamente y la memoria le falle a veces (cosa que le cabrea mucho). Porque Mila, cansada por once partos y una tensión que le gasta malas pasadas, aún prepara dulces caseros y se ríe socarrona. Porque Samuel, con su hígado enfermo desde hace tantísimos años, sigue tallando cunas para los bisnietos que llegarán. Y Lola, con esa cabeza suya siempre en las nubes, mantiene su rosario diario, su jerga incomprensible y su inocencia de niña.

Mis cuatro columnas, mis cuatro raíces, mis cuatro eslabones fuertes de la cadena. Qué suerte haberos conocido, haber aprendido tanto, haber tenido la ocasión de conocer a aquellos que no conocí a través de vuestros recuerdos. Qué enorme suerte saber quién soy, de dónde vengo y hacia dónde quiero caminar.

4 comentarios:

Juan dijo...

Ole.

Siempre he dicho que de quien más he aprendido ha sido de los ancianos y de los niños.

Yo no pude conocer a mis abuelos, murieron antes de mi nacimiento. Pero sí tuve la inmensa suerte de conocer a una bisabuela y a mis dos abuelas. Las dos fueron heroínas, como bien dices. Las dos supieron sufrir con la elegancia propia de dos grandes damas.

Enhorabuena y disfrútalos.

Un abrazo

Sra de Zafón dijo...

Qué bien te veo Lenka!
Estoy muerta de sueño, pero te he leído con fruición, jajajaja, porque ha gustado muchísimo esta entrada.
Yo he tenido la suerte también de disfrutar de casi todos mis abuelos pero ya hace mucho, mucho, que se fueron.
Un besazo

Eli dijo...

Yo apenas pude disfrutar de mis abuelos, y ahora sólo me queda una que, desgraciadamente, apenas si nos reconoce.
Fue bueno disfrutar de ellos mientras duró.
Ojalá tú puedas seguir haciéndolo muchos años más.
Besos, Len.

Lenka dijo...

Así lo espero, Eli, porque son un tesoro demasiado especial. Nunca podré expresar lo afortunada que me siento de haber sobrepasado los treinta con ellos a mi lado.